sábado, 6 de noviembre de 2010

Kart-eando en Quijas


Kart-eando en Quijas

No hay duda de que todos los kartings tienen un encanto especial que no todo el mundo es capaz de ver o de valorar. Y si tal encanto se multiplica en una carrera por equipos, no es menos la diversión y la magia cuando uno conduce sólo por el mero placer de conducir, de disfrutar, como G.M. ¿O no?

sábado, 30 de octubre de 2010

¿Hay algo mejor que los sueños?

 ¿Hay algo mejor que una ilusión, que un sueño?
Los sueños, las ilusiones -si lo son- nunca se abandonan, aunque a veces haya que dosificarlos para no morir en el camino. Así, en la foto, vemos a G.M. con su primer alumno y amigo, Antonio.


Las ilusiones traen buenos compañeros,

lunes, 25 de octubre de 2010

13.- Todos los caminos llevan a Santiago

Todos los caminos llevan a Santiago


El último día que haces el Camino, de alguna forma, uno siente, y soporta, una suave melancolía, la sensación de que abandonas un primitivo paraíso perdido. Y no me refiero tanto a llegar a Compostela cuanto a hacer el último recorrido que haces del Camino. En mi caso, y sin pretenderlo, ocurrió en el día o etapa número 13. Mi número mágico. Una vez más en mi vida, y sin programarlo, el 13.
Ante la clara dificultad de volver a Hontanas para recuperar el coche, a las seis de la mañana lo llevé a Castrojeriz, supuesta gran ciudad en la provincia de Burgos, al menos cuando tenía diez años  y estudiaba geografía. Aparqué junto a la magnífica y singular colegiata y deshice el camino  a pie en busca de mis compañeros.
En la colegiata, a las 6:45 ya habían hecho su primer alto en el camino unos diez peregrinos, entre ellos las dos chicas alemanas de San Juan de Ortega con quienes si bien no había tenido la oportunidad de hablar con ellas, sí nos llevábamos saludando, tarde o temprano, todos los días desde entonces. Me observaron ir en dirección contraria. Noté su asombro, aunque no dijeron nada.
Alcancé el crucero  de la entrada del pueblo y durante veinte minutos sólo encontré un grupo de otros seis peregrinos, todos desconocidos.
-¿Estás seguro que a Santiago se va en esa dirección? Me preguntaron con guasa.
-¡Seguro! ¡Todos los caminos llevan a… Santiago!
-Pues ánimo y que el mejor llegue el primero.
Amanecía y en aquella increíble llanura de olores a tierra y cereal cortado y recogido, prácticamente por primera vez en todo el Camino me sentí solo, conmigo mismo. Los sentidos comenzaron a abrirse de forma diferente al compás de las distintas tonalidades del sol del amanecer y la mente también comenzó a mostrarse más lúcida.
Todas las preguntas que no me había hecho en el Camino, que no habían tenido oportunidad de salir, surgían ahora a borbotones, como géiseres, haciéndome consciente de las sensaciones de estar bien y de formar parte del universo con el sentido de ser sólo una minúscula parte sin importancia de él. Comenzó a aflorar el pensamiento libre, dirigido por los sentidos, las percepciones, las sensaciones internas. Todo  dentro de mí se revolucionó. Era feliz, sin saberlo, sin pensarlo, sin detenerme.
-¡El camino está en la otra dirección! –intentaba convencerme un hombre con quien sólo gastaba el saludo.
-¿Estás seguro? –intenté poner una migaja de duda a su afirmación.
-¡Ay, ay, ay! –movió la cabeza Alan, el escocés de unos 40 años en señal de preocupación y con su deje anglosajón- ¡Demasiado vino por las mañanas!
Caminé 15-20 minutos más escuchando lo que había leído alguna vez en algún sitio: el sonido de las aves, el fru-frú  casi imperceptible de las hojas, el último grillo de la noche, mi propio andar, los golpes de mi propio corazón bombeando al compás de los pies.
-¡Carlos! –gritó en tono menor Lee, el coreano, sorprendido en extremo- ¡El Camino es por allá!
-¡Cielos! -contesté dándome una palmada en la frente- Es que…he olvidado algo muy importante.
-¿En Hontanas? –y apiadándose de mí- ¿Qué has olvidado?
-¡A mis amigos! –exclamé con los ojos desorbitados por lo increíble de la afirmación.
-¡Tus amigos! –repitió incrédulo, sin saber cómo reaccionar.
Lee caminaba junto a una chica rubia y bajita, de Burgos, y un cuarentón palentino, muy lejos de su soledad por la Rioja.
Cruzar bajo el gigantesco arco gótico del convento de San Antón, arco de tiempo para el peregrino, es un regalo para la vista y arco un triunfo para el corazón. Uno lo personaliza y se siente como los antiguos emperadores romanos cuando lo atravesaban en loor de multitudes, aquí en loor de campos, olores y soledades.
También se cuestionó mi dirección el pequeño coro de ángeles de Tosantos, y los italianos del atardecer de Hontanas, y la sudamericana del supermarket…
De alguna manera, toda una hilera interminable de peregrinos pasaban frente a mí para darme su último saludo, su último adiós.
-Acabo hoy, Buen Camino –era, siempre, la frase elegida de despedida.
Si lo hubiera programado  para despedirme en loor de multitudes no hubiera salido tan perfecto. Mas, en las interminables horas de la jornada volvería a encontrarme con algunos de ellos, en una iglesia, al final de una cuesta, junto a una fuente… Con Lee, en menos de 24 horas llegaríamos a decirnos adiós hasta cinco veces.
¿Tienen, pues, sentido las despedidas?
-Bueno, Lee…
-OK. 27th December. I´ll pray for you.
-OK. 27th. Texas.

Finalmente, ocurrió la historia de Candelas.

Una vez que montamos en el Skoda con la sensación de abandonar algo que, sin saberlo, había sido importante durante esos 13 días en nuestras vidas, como última visión y recuerdo aparecieron las dos chicas alemanas, haciendo dedo. Querían ir a Frómista. Por alguna razón, la más joven, sentada en el bordillo de la acera junto a la carretera, parecía agotada. Al vernos a los cuatro en el coche, no quisieron montar.
-We´re two, thank you.
Me quedé con la extraña sensación de que podíamos haberlas ayudado de alguna forma, a pesar de las leyes de tráfico, por supuesto.
¡Seguro que el universo les estaba preparando algo, o a alguien que les ayudara a vivir intensamente su momento!

 

sábado, 23 de octubre de 2010

12 - Anécdotas

Anécdotas

Todos damos por supuesto que las anécdotas  usan como vehículo la palabra, oral o escrita. Puede que sea cierto, pero también puede que las anécdotas se creen solas a partir de... una imagen, por ejemplo. Cierto también que, sea palabra o sea imagen, el soporte que la sustenta es una circunstancia especial -casualidad, encuentro, improvisación, huida de lo convencional...  Pero no es menos cierto que las anécdotas, surgiendo del imprevisto creador,  pueden ser imaginadas o recontadas a posteriori, y no sólo por el prurito de inventar, crear, imaginar, improvisar a raíz de, sino porque dicha palabra, o dicho personaje, o dicha acción, o dicha imagen es una anécdota en sí misma.
Tomemos, por ejemplo, esta imagen sacada durante el Camino. 
¿Cuál sería tu anécdota respecto de ella? 
Puesto que he tenido el placer de ser leído por tí, quizás también tenga el placer de poder leerte.
Un saludo, mientras tanto.



jueves, 7 de octubre de 2010

11.- Julio (Torres del Río) .


Julio
(Torres del Río)

Siempre resulta difícil escribir sobre la propia sombra o sobre alguien a quien se cree conocer bien por estar demasiado cercano a tu vida. En el caso de Julio-no es por hacerle o no hacerle justicia, por ver más sus virtudes que sus defectos, por analizarle benévolamente omitiendo lo que a él no le gustaría que se supiera públicamente.
-¡Escribe lo que te dé la gana, chorra! ¿Crees que me importa? -todo sin respirar.
Mientras que con el desconocido o desconocida el escritor se fija en un pequeño detalle de su rostro, de su voz, de su andar o en una mínima acción, y partiendo de ese detalle recrea un pequeño relato o cuento, en el caso presente la multiplicidad de detalles hace inviable esa narración lineal tan típica de los relatos breves y de los cuentos.
Ciñámonos al Camino:
-¿Pero qué has metido en la bolsa que pesa tanto? –protesta Julio en alta voz para que le oiga su mujer que anda en el baño, a sus asuntos. La remueve, la deshace, pretende recolocarla como estaba- ¡Me cagüen la burra de Satanás! ¡Pero si llevas todo un establecimiento de cremas como si fueras la chica L’Oreal. –Lee:- Para los pies, otra para los pies, para la hinchazón, riego sanguíneo, hidratante, revitalizadora, protección solar 25, de 40, gel de baño, champú –aquí ya le sobran las piezas del puzzle y le falta espacio para reubicarlas- ¡Deja toda esa porquería en el cesto de la basura y mete una buena botella de vino y un pan que es lo que vamos a necesitar cuando estemos cansados!
Sin embargo, después de montar el número anti-cremas, jocoso, con voz potente, simulando un tono entre desconcertado-irónico-satírico será el primer en pedir:
-Pásame la de la calva, que me unto los pelos, a ver si con el sol me crece un girasol… ¿Dónde tienes el Trombocid, que quiero embadurnarme antes de que me lo acabéis?... Joder, estas tías, cuánto tardan. Voy a darme una hidratante mientras acaban…
Con la cara curtida por el sol y los años –no piensen mal, no es jubileta, aún le faltan unos cuantos años -si es que ZP no se lo retrasa y le amarga el dulce-, con arrugas que hablan de experiencias, de la marca de la vida y sus circunstancias, arrugas de las que él se jacta:
-Como las de los viejos de mi pueblo, de antaño, que eran el mapa de sus vidas; veías a uno y te decían más que mil palabras. Era gente singular…
Habréis observado que Julio es un hombre de pueblo que un día, niño, se trasladó como muchos a la ciudad y se hizo urbano; pero nunca, nunca, renunció ni a su origen ni a la sabiduría de los filósofos del lugar, el Pocha, el Campesino, el Gozoso…
Navarro de ley, y con estas tres palabras ya le hemos hecho media radiografía, se muestra especialmente orgulloso por enseñar su pueblo. Claro que, para él, tan importante es la sociedad de la que forma parte y cuya sede social es un magnífico bar debajo del ayuntamiento, la tiendita que anuncia el “supermercado” como la plaza mayor, las casas con unos tremendos blasones hablando del pasado, el pequeño museo de fotografía recién inaugurado sobre personajes típicos de allí o la mejor calle. Sólo una cosa se salva de tanta igualdad de esta sencilla localidad donde la hospitalidad de sus gentes es un punto luminoso del Camino: La iglesia del Santo Sepulcro.
Para Julio, y por generalización para sus conciudadanos de Torres del Río, el Santo Sepulcro no desmerece de la mejor catedral francesa o española, de la más exuberante iglesia barroca austríaca o incluso del mismo Santo Sepulcro de Jerusalén, apenas iluminado por los cantos milenarios y las velas de los popes rusos, curas armenios y sacerdotes católicos. Para Julio el Santo Sepulcro es la bandera que Scott puso en el Polo Norte, en el mismo centro de la Tierra, la Estrella Polar de las iglesias.
-Buenos, días. ¿Hay buena cosecha este año?
Julio es un hombre de palabra en sus dos acepciones: honrado y conversador. Con él, la vieja frase latina “Nihil humanum alienum est mihi” (“Nada humano me es ajeno”) cobra sentido. Si caminamos por el campo formulará la pregunta en mil tonos distintos según el receptor y nunca, nunca, nadie le negará respuesta ni una breve conversación con el forastero que, extrañamente hoy día, se interesa por lo que pasa en el campo, no sólo por el valor de la cesta de la compra. A menudo le he visto perderse en el Camino por hablar de la vid, del cereal, de las frutas de las huertas, del ganado… Es un experto comunicador en un medio que no le es ni hostil ni desconocido; pero, en la ciudad, le he visto entretenerse en amena conversación con el anciano del parque que, sentado, mira cómo pasa la gente y los años; con el balón que quita al niño, o la muñeca si es niña, para entablar un provocador juego infantil de palabras, o el chupete a un bebé sin importarle si la madre está o deja de estar…, o con el perro de compañía que llama su atención sea caniche, pastor alemán, de caza, chiguagua o bulldog. Le da igual. Su capacidad de asombro y comunicación es imparable. A todos les trata como si fueran de su pueblo, o de su barrio, o de su bloque, o de su familia…
-Me lo imagino hablando con los políticos:
-¡Chorras! ¿Y no sabéis hacer nada mejor? ¡Anda que hay que ser inteligente para hacer lo que estáis haciendo!
O con el obispo Ratzinger:
-¡Me cagüen Satanás! Cambia esa cara triste de amargado y pon un sonrisa, que das pena y parece que no te lo crees.
Julio nunca espera a la muerte para igualarse con los humanos; le basta con la vida. ¿Acaso no aprendemos por contraste? ¡Él es el contraste!
Sin él saberlo, es un magnífico profesor de teatro en el arte de la improvisación. Me divierten esos profesores y alumnos que improvisan sólo de lo que saben tomando por modelos estereotipos urbanos. Julio ve, mira, actúa. Siempre lleva dos o tres cartas escondidas en la manga de la acción. Y siempre consigue un Jockey: un saludo, una sonrisa, un reconocimiento. Todo esto nos lleva a que, sin él saberlo, es un auténtico provocador.
-Bueno, bueno; eso son historias tuyas. A mí no me metas en ellas.
Con ese tono campechano de quien departe verdades como quevedos, o como cartas el cartero, ante cualquier situación de asombro crea la respuesta, o ante cualquier situación anómala crea el asombro.
-¡Pero no le des tanto pan, que nos va a dejar a los de la cola sin nada! –protestaba el otro día en la cola de la panadería al ver salir a un hombre con un saco lleno de barras- ¡Chorra, ponle en la comida un poco más de profundis que no nos dejas para el unto!
El pobre urbano, cogido in fraganti, se escondió en su coche mirando con recelo y sin encontrar repuesta.
-¡Joder! Se lo ha creído. ¡Mira cómo va con el rabo entre las piernas! –ríe, y reímos.
Sin embargo, incluso ante estas provocaciones cotidianas, su tono irónico amistoso provoca la sonrisa de quienes, no conociéndole, le circundan.
Gracias a Julio encontré a Santos en Burgos y a Deep en la India, a Pura Vida en Navarra, a Lee en la Rioja
-Como que necesitases que te los entretenga en el Camino para hablar con ellos. Calla, chorra, no me hagas jurar.
Sabe hablar y sabe callar, a veces; ir a la acción o simplemente estar; darte compañía o hacer mutis en el momento adecuado.
Hace tiempo le denominé mi perfecta pareja inestable.
-Como te oiga alguien, chorra, va a pensar que somos modernos de esos.
-¿Te importa?
-¡A mí qué cojones me va a importar! Maricón el último y a quien le pique que se arrasque.
Pues eso,  Julio.

lunes, 4 de octubre de 2010

10.- Candelas


 Candelas
(Itero de la Vega)
¿Cuántas veces habremos defendido y leído que son los tres-cinco-diez primeros segundos los que más información dan y los que más definen la visión que hemos de conservar de la persona a la que acabamos de conocer?
La susodicha teoría podría ser válida para Myriam, para la hostelera de FuentEstrella, para Laura-Pura Vida, para Isabel, la de Villatuerta, para Ana Rosa o incluso para Alan; pero no para Candelas. Con Candelas, casi todas las teorías se desvanecen por inadecuadas y falaces.
Candelas rompe cualquier concepto de dueña o regente de albergue desde el mismo momento que da, al verte, los buenos días con su voz firme, pero bronca y carrasposa.
-Buenos días –y suenan vidrios rotos en tus oídos.
Rompe, también, esa imagen de señora de pueblo con ese acento que no lo es, de ese hablar que tú crees haber aprendido y acumulado de ocasiones anteriores, prejuicios de lo que no es.
Rompe incluso la altruista o semi altruista idea de que la persona que regenta un albergue, nada más verte, te sonreirá, te dará efusiva conversación y te obsequiará con una mirada gatuna para ganar tu atención y reconfortar psicológicamente al fatigado peregrino.
-¿Queréis cama? Aún tengo una habitación para cuatro; bueno, para cinco, pero os la dejo para los cuatro por el mismo precio.
-No, no, gracias; sólo queríamos comer algo y…
-Tenéis platos combinados y tenéis el plato del día, el menú del peregrino…
Sin respirar te nombra diez o doce platos que tú reconoces con facilidad.
-Podéis coger dos combinándolos como más os gusten, más pan, vino y café.
-Gracias. También tenemos que volver a Castrojeriz.
-En el pueblo no hay taxis –interrumpe como si le sobrara información, o como si cualquier información superflua le molestase-; así que, si queréis, os llamo uno de Frómista, el pueblo siguiente, a unos doce kms. de aquí.
-No, deje; ya buscaremos otra fórmula.
-Podéis hacer dedo en la otra carretera; esta os desviaría mucho. Deberíais volver al puente, en el límite de Palencia con Burgos. Pero, es muy difícil; y según vaya avanzando el mediodía, más. La gente ya está volviendo para comer y por aquella carretera no hay nada que hacer…
-Pero, Castrojeriz es un pueblo importante, ¿no?
Hace el típico silencio elocuente para que quien ha lanzado la pregunta se responda a sí mismo.
-Esto es Itero de la Vega. Tenemos ayuntamiento, varios albergues, primeros auxilios, bancos y un par de tiendas. A Castrojeriz lo hemos visto y lo veremos morir.
Nos trajo cerveza fresca con limón para saciar la sed y quitarla sensación de calor metido en el cuerpo. En menos de siete minutos trajo los cuatro platos combinados, sencillos, sabrosos y naturales. Mientras comíamos y nos refrescábamos a la sombra de aquella casa de piedra discutimos la doble posibilidad de volver a Castrojeriz a buscar el coche.
-A ver –interrumpió nuestros pensamientos y decisiones, ya durante el café-, ya os llevo yo. Un taxi os llevaría unos 30 euros por venir hasta aquí para recogeros , más la tarifa a Castrojeriz.
Y nos dejó con la palabra en la boca.
Aquella mujer de apariencia hosca, que no se andaba con remilgos, de mirada directa y decisiones fulminantes, salió casi sin esperar respuesta y volvió a aparecer con su coche cinco minutos después.
-Perdonad que haya tardado tanto, pero me he encontrado con el loco de mi hermano, que está más pirado que yo. Hoy tenía ganas de hablar y me ha costado desembarazarme de él.
Arrancó casi derrapando, no terminó de frenar en el stop al salir a la carretera general al final del pueblo, se retiró de la línea blanca divisoria de la carretera a tiempo y antes de que le pitara un coche que venía en sentido contrario y se entretuvo en mirar el paisaje, como uno más de los viajeros, mientras nos explicaba la geografía y toponimia del lugar. También conducía sin llegar a invadir la cuneta.
Después de recorrer casi cinco kilómetros asegurándose el primer puesto, y por tanto la pole en la carrera, al llegar al cruce que nos llevaría directos a Castrojeriz, encontramos la carretera totalmente cortada por obras.
-¿Qué no se puede pasar por aquí? –preguntó al ingeniero que sostenía la señal azul con una flecha.
-Yo soy un mandao.
-¿Ni puedo coger la carretera más tarde?
-Hoy no toca.
-¡Esto sólo ocurre en Castilla-León! Arreglan una carretera cada cien años y mientras lo hacen te tienes que quedar en casa sin salir porque no habilitan ningún carril de paso… Bueno, que ya no sé lo que  me ha dicho. Es igual, conozco un atajo.
Y dando media vuelta en plena carretera, con lentitud pero sin pararse y sin dejarse ganar por el coche que, volando, cada vez se nos acercaba con mayor rapidez, allá regresamos, en busca del atajo perdido, otra vez hacia Itero de la Vega, los cuatro-cinco kilómetros avanzados. A 500 metros del pueblo, dando un volantazo a lo fórmula-1 entramos por una carreterucha sin marcar la mediana, con frecuentes subidas ciegas, ella recta y más bien escorada hacia la izquierda del camino, carretera que sin avisar te regalaba baches, socavones, desasfaltados.
Candelas frenaba si le parecía bien, al margen de la magnitud del bache o del golpe para ruedas y ballestas del coche, o si no interrumpía una calada más al cigarrillo, o a lo que fuera que fuese fumando.
-Si que está un poco peor –resonaba su satánica voz entre humos-; pero yo creo que por lo menos ahorramos un kilómetro.
Nosotros contábamos que los 16 kilómetros se habían convertido en más de 30 e intentábamos comprender dónde estaba la alegría, y la ciencia, en el hecho de ahorrar un kilómetro.
-¿Y se puede vivir del albergue?
Alguien de atrás hizo la pregunta, pues cuando contestaba al de atrás sólo miraba volviendo la cabeza; pero si callaba miraba a los cuatro puntos cardinales entre la cortina de humo de dentro del coche, que no era precisamente niebla de la mañana.
-Aquí, en Itero, vivimos sólo seis de esto. Yo partí de aquí a Barcelona y me tocó trabajar como una burra para comer y poder alquilar un piso miserable. Así que después de pasar varios años para no tener nada, como aquello no me iba –y mejor no hablar de política- volví al pueblo. Gano poco y todo lo que gano me sobra. Si no fuera por este jodido tabaco ya sería millonaria. Él es el que me ha dejado esta voz cavernosa que asusta a los niños.
Según hablaba me entretuve en observar sus facciones, normalmente duras pero suavizadas durante la conversación; su mirada, cortante pero relajada al contar…
-Esto no da mucho, ya veis los precios; pero si no te creas necesidades, nada, que se puede vivir. Sí, se puede vivir –repetía recordando sus muy pocas necesidades en su vida de pueblo. Además, como pasa tanta gente y tanto extranjero, siempre hay alguien que te cuenta una buena historia. Siempre hay algo que aprender. Ahora no lo cambiaría por nada del mundo. El albergue es de mi hermano; pero como está loco y es un desastre, lo llevo yo y el se ocupa del campo y los animales. Y la otra mujer que ahora lo  está cuidando por si viene alguien –y recordamos a su doble, sentada en recepción, entre un vaho de humos tóxicos…- No se puede dejar esto sólo al mediodía, cuando llega la gente.
Atravesamos el pueblo entero para dejarnos a un metro del objetivo: el coche escoba. Metí la mano en el bolso para sacar la cartera y pagar, al menos, lo pertinente por ese doble e imprevisto trayecto, tanto en kilómetros como en tiempo. Con el rabillo del ojo adivinó mi movimiento y con más fiereza que firmeza me agarró de la muñeca y mirándome a los ojos me dio una orden carrasposa:
-¡Ni se te ocurra!
Una vez más resonó la voz profunda de Dios después de una noche de fiesta, desde su nube, con amplificadores de concierto de rock.
-¡Uy, perdona! –se excusó, y sonó más a placer que a excusa- ¡Si te estoy metiendo mano en vez de meterte la cartera en el bolsillo! ¡Casi te agarro los…!
Su pretendida voz dulce y femenina nos obligó a reír.
-No importa –correspondí, como todo un príncipe-. Todos los días no me devuelven así la cartera así. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Candelas.
Y al pronunciarlo imaginé una vela que se atragantaba vertiginosamente al pronunciar ella misma su propio nombre.
Se fue como cuando nos cogió en el coche, rascando las marchas, girando en la ancha calle en tan sólo cuatro-cinco movimientos, tocando la bocina como una bruja de película y sin que se notase cambio alguno en su rostro o en su gesto, segura de haber cumplido su misión.
-Son buena gente –había comentado la chica del puesto de información y turismo a la entrada del pueblo-, aunque un poco especiales…
Candelas.
Albergue.
Itero de la Vega.

viernes, 1 de octubre de 2010

9.- Manuel (Castrojeriz)


MANUEL

Manuel  es un chaval de 74 años que se empeña en no abandonar sus 23, ó sus 27.    En la época veraniega, ya sean las siete, las ocho o las nueve de la mañana, el peregrino que por accidente pase junto a su corral, o junto a la puerta de su casa, lo verá salir como por motivos de trabajo con una azada al hombro, una vara o cualquier útil para un amanuense del campo, coronado por su vieja boina, polvorienta y negra, revestido de un mono azul abierto desde la cintura y enseñando su camisa interior de punto blanco que recuerda épocas, si no siglos  pasados. Saluda como quien no quiere la cosa, escruta miradas con una paja en la boca y se ofrece:
-¿Buscan ustedes algo?
Aquí, el forastero, normalmente el peregrino y dado el punto de encuentro, optará por una respuesta  oral “No, gracias”, o mental “¿Qué me puedes enseñar que no tenga en mis supermapas o en las marcas del camino?”; o por un “Sí, gracias” preguntando por la clave para reencontrar la perdida flecha amarilla del camino; o si no existiera ninguna de estas razones:
-¿Hay por aquí cerca un bar abierto?
Quien formula la más mínima pregunta o curiosidad, cae en la trampa. Manuel es un experto trampero de urbanitas, jacobeos y otras aves menores.
-Si ustedes buscan un bar que les guste, agradable, típico de aquí, yo iría a El lagar, justo después de la iglesia, a 50 metros, de frente. La dueña les puede preparar un buen almuerzo o lo que quieran. Es de confianza. Veinte metros adelante, a derecha e izquierda, tienen otros dos que tampoco desmerecen…
Así, puede estar informándote hasta que a alguien se le ocurra que con un bar es suficiente para tomar un sencillo café con leche y  decir “¡Basta!”.
Quien no conoce Castrojeriz y desconoce que los bares están diseminados en cuatro o cinco hileras de calles de dos kilómetros de longitud, bordeando la falda del otero donde se asienta bajo la protección amenazante de su muy ruinoso castillo, conseguir una información tan detallada que ni siquiera aparece en la guía Repsol sólo puede conseguirse si te descubre este personaje, Manuel.
-Allí pueden pedir ustedes…
Y comienza a enumerar no sólo las bebidas más mediocres del país sino combinados extranjeros, platos jamás oído de campo y platos sabrosos del lugar, que si perdices o codornices según temporada, que si chuletillas, que si tocino con…
El anonadado caminante se queda a dos velas como cuando un camarero estresado te repite de memoria el menú del día frente a un edificio desbordado de funcionarios hambrientos los cinco entrantes, los cinco primeros, los cinco segundos con sus cinco postres, más pan, agua o vino y café o helado, con sus cinco variedades de la marca, en menos de 30 segundos y sólo te quedas con la primera propuesta de algunos de los casi cinco distintos apartados.
-Gracias. Para tomar un café, el primero que ha dicho, ¿El lagar, verdad?, nos vendrá bien.
-Les gustará –y al volver a tomar el turno se enganchará al que él considere el más débil del grupo, o al más charlatán, o al que sospeche que podría gustarle la chufla, o al más borracho, o a la mejor hembra según vayan las cosas, y le hará tan minuciosa descripción del lugar que cuando uno entra y ve la enorme piedra semi conoidal que debiera ser levantada por un hercúleo brazo de madera para aplastar las uvas arrojadas a aquel pozo de piedra, el lagar, para que la uva sangre su fruto, cuando descubre aquel viejo laga,r respetado en su esencia pero aprovechado incluso para mesa y asientos de moderna taberna, cuando el accidental cliente ve por sí mismo que las supuestas y gigantescas fotos con motivos castrojerizanos –pastores de blancos corderos y ovejas bajo algodonosas nubes blancas en el infinito cielo de Castilla…- no son tales sino auténticos cuadros de un conocido pintor local amigo de la dueña del bar, cuando pormenoriza los detalles –las dos marionetas indias sobre la viga vertical, las fotos de unas niñas, la cruz de Santiago, etc. etc., se da cuenta de que se siente como si en una vida anterior ya hubiera pasado por aquel lugar, y le viene la duda de si será realmente católico o un animista que abandonó lejanas tierras de reencarnación. Plantado en medio del bar mirándolo todo, se siente cómodo adivinando tiempos y objetos.
Afortunadamente, Manuel no ha hablado mucho de la dueña del bar -¿será que son de naturaleza opuesta o que el deseo se instaló en su cerebro y por eso no quiere entretenerse públicamente en ella?-, que también será una pequeña fuente de sorpresas si el viajero, o peregrino, no se conforma con lo visto y oído sino que pregunta como si nunca hubiera estado en aquel lugar, como si aquel lugar fuera un oasis totalmente desconocido y ella tuviera una historia que contar.
Si el viajero, o peregrino regresa por la misma calle, con la necesidad de comer o beber Ya satisfecha, no por casualidad volverá a toparse con él, quien les indicará dónde y cómo retomar el camino; pero, atento a la conversación inacabada de alguno de los presentes, se las ingeniará para dividir al grupo y quedarse con el elegido. Primero le hará las típicas preguntas de información personal que uno podría encontrar en cualquier manual de idiomas y tras los preámbulos que él acelerará según el nerviosismo del que se queda rezagado, irá a la yugular.
-Me gusta el pueblo y soy casi feliz en él. Sólo me falta una hembra; por eso que hay que dar una alegría a la vista cuando pasan las forasteras.
-¿Y qué tal? –pregunto.
-¡Hay cada niña y cada extranjera!
Bajo la boina negra y enharinada aparecen unos ojillos golosos. Luego, mueve la cabeza, ensancha la boca y aparece una enorme cueva más negra que la boina sin dientes.
-Yo, a mi edad, ya no pido mucho. He vivido con mi hermana toda la vida, pero hace cuatro años que murió. ¿Qué quiere que le diga? A mí me gusta la gente, la chufla y lo que venga. Mire, en mitad de la cuesta Matamoros hay un banco de una caja de ahorros que subí yo mismo, bajo un árbol, junto a mi huerto. Si se quedan esta tarde montamos una…
-No podemos –me disculpo-. Tenemos que seguir. Fíjate: nos hemos entretenido en el café más de lo deseado.
-Yo pongo el vino y las chuletillas, y luego cantamos y charlamos… sigue hablando como que no hubiera oído nada.
Como no logra detener al caminante, seguirá contando su vida, sin respirar, sin haber dado un resquicio mínimo de tiempo para que el otro pueda decir un monosílabo tal como gracias o adiós. Pero no, no;  aunque pudiera parecerlo, no resulta pesado. Su tono, su voz, sus vivaces ojos negros rodeados de canoso cabello y la negra boina dan una viveza al lenguaje que apena tener que cortarlo.
-Desde que murió me falta compañía, qué quiere que le diga. Claro que otra hermana no tengo.
-¿Y no hay alguna moza del lugar…?
-¡Quiá! Estas, o están viejas y pal arrastre o ya no quieren limpiar más calzones de viejo. Hay una que me tira mucho. No hace mucho que le dije que podíamos llegar a algo juntos.
-“A mis años prefiero mi libertad. Salir y entrar a casa sin que nadie me diga de dónde vengo, con quién he estado o no has preparado la cena”
-¡Esa sí que me gusta! – se sonríe.
Aprovecho ese momento en el que Manuel se queda prendado de la imagen de su Dulcinea para acelerar mi partida.
-Bueno, Manuel, me voy, que mis compañeros se me han adelantado y tengo que alcanzarles.
-¡No tengas prisa, chaval! Que todo el que camina, alguna vez se tiene que parar.
-A ver si nos vemos el próximo año, cuando vuelva a pasar por aquí insisto en mi despedida.
-¡Piénsatelo –me repite, y me tutea ahora,  gritando mientras me alejo- y esta tarde merendamos juntos!
Y allí le dejo, esperando a Godot, en ese gran pueblo, antes hermoso, rico, magnífico; ahora, venido a menos, con todas las lacras del abandono progresivo, con la paja en la mano limpiándose los dientes como aquellos coetáneos del Lazarillo, también castellanos.
Apenas llegué al cruce que abandona la carretera local de circunvalación para tomar el sendero que lleva a Itero del Castillo, cuando una mujer con deportivas y vestimenta de andar se cruzó en mi camino.

lunes, 27 de septiembre de 2010

8.- Papá, ¿qué es el tiempo?



 Papá, ¿qué es el tiempo?
(Tardajos)
Que el tiempo es una invención del hombre, que es flexible, que le hemos añadido adjetivos tales como real o psicológico, y que juega con nosotros, a favor o en contra, siendo una perogrullada tiene sus momentos curiosos de a-manifestación, o de no-manifestación.
Entre amigos y conocidos, hay quienes recuerdan haber recuperado viejas amistades, diez, veinte o incluso veinticinco y treinta años después de perder su pista. Mi propuesta para hoy es que cuarenta y cinco años…  es nada. Ayer mismo.
Mi mejor amigo. Era mi mejor amigo entre los diez y los trece años, edad en la que apareció y desapareció de mi universo. Dormíamos en camas contiguas, estudiábamos codo con codo en las aulas comunitarias y, sobre todo, éramos inseparables, imparables e indisolubles en el deporte. Nuestra compenetración y unión en el deporte era tanto física como mental. Juntos formábamos el centauro. No necesitábamos hablar, gritar, indicar, ordenar para saber qué jugada, qué movimiento había que hacer o detener, por dónde íbamos a lanzar la pelota o por dónde nos iba a llegar, o cuál era el punto por el que el contrario nunca adivinaría nuestras intenciones.
Jugar, bromear, pegarnos física y amistosamente por amor a la lucha sana entre contrarios y entre adolescentes, el buscado cuerpo a cuerpo en la edad núbil, fue nuestra última y más reconocida seña de identidad.
Formábamos la amistad perfecta en el internado, sólo para hombres,  y sin el miedo de ser erróneamente clasificados por envidias, bulos o mitos. Algo absolutamente normal.
Sin duda alguna, aquella época fue –tal como solemos mentir interesadamente- la más feliz de mi vida; es decir: fue la época donde uno no piensa si es feliz o infeliz pues la vida te da todo lo que esperas de ella.
Corrían los años 60.
Como todos sabemos, para que se dé la casualidad de un encuentro inesperado han de darse las circunstancias caóticas adecuadas (ninguna tiene nada que ver con la otra) en un lugar determinado del espacio y en un punto exacto en el tiempo.
Es cierto que todo está presente en el espacio –como una página web- y ha de ocurrir cuando tenga que ocurrir, según la teoría del universo relacionado; es decir, que aparece sólo cuando alguien hace un click o doble-click.
En la presente ocasión, habíamos quedado en que mi cuñado  vendría desde Burgos a hacer de coche escoba y recogerrnos ya que autocar pasaba tarde por la localidad: Tardajos. Habíamos quedado que le telefonearíamos para indicarle la hora exacta de recogida y así no obligarle a esperarnos.
Al final del camino de ese día, las chicas habían cruzado la carretera con la sana intención de hacer la espera más agradable buscando una sombra y una bebida fresca en el bar junto a la carretera. J., mi perfecta pareja inestable y compañero de viajes, sólo de interés, como de costumbre descubrió a un lugareño, ya de cierta edad, con quien conversar.
-¿Qué tal ha venido la cosecha este año? –quiso anotarse un punto, con el tono urbano de aquel que le interesa el campo.
-Lo único que no tiene crisis este año –respondió gozoso el hombre de unos 80 años, sentado en un banco a la sombra de un árbol.
-Este –continuó J. señalándome- estudió en el internado de este pueblo hace cuarenta y cinco años. Su mejor amigo era de aquí, de Tardajos.
-Allí estoy yo ahora, aunque no como estudiante, claro-rió-. Ahora es una residencia.
El buen hombre comenzó a recordar nombres del pasado, de los años 60 y 70, muchos de ellos reconocibles para mí.
-¿Y cómo dices  que se llama tu amigo?- preguntó por segunda vez.
-Santos Varona.
-Santos Varona Ordóñez -corrigió-. Ahí enfrente, en esa casa de ladrillo rojo vive aún su madre, allí sus tíos y él en ese bloque de pisos. Vamos a tomar una cerveza; pero allí –señaló lo que creíamos que era una frutería- que vale 40 céntimos menos y además leo la prensa gratis –dijo imponiendo como buen jubilado su criterio más lógico.
La mujer del bar nos precisó el piso. Sonó el telefonillo. Subí.
-Hola-saludé-. Tú debes de ser la mujer de Santos Varona. Encantado. Yo soy Carlos Martínez y hace cuarenta y cinco años era el mejor amigo de tu marido. Desde entonces no hemos vuelto a vernos.
La mujer, más baja que alta, con los ojos iluminados por la sorpresa y sonriente, respirando amabilidad, llamó:
-Nuria, Miryam, salid, que ha venido un amigo de vuestro padre.
Repetí la presentación, me repitieron que Santos llegaría en media hora y por mantener la conversación pregunté por algunos inocentes datos familiares.
-Nuria tiene 18 años y está en la universidad –hubo una mirada cómplice para no continuar con el tema-; Miryam 17.
-Casi como los míos –y me agarré a la parte más cómoda de la conversación-, El mayor, tiene 18 y Leyre 17. Al chico lo hemos dejado en casa; a la chica… bueno, mejor no os cuento porque es una parrandera y hay que llevar el GPS para localizarla. En Julio estuvo en Inglaterra y ahora anda por Tarragona.
-Miryam también ha ido a Inglaterra –aprovechó la madre buscando puntos de la conversación en común.
-Aunque vivimos en Bilbao-continué- fue con una academia de aquí, de Burgos, Academia Robinson.
-¡Qué casualidad! –exclamó Belén, la madre- Miryam también fue con la Academia Robinson el año pasado.
-Entonces –proseguí deshaciendo la magia de las casualidades- no han podido encontrarse porque Leyre fue  hace dos años.
Desde la habitación de al lado, alguien interfiere en la conversación de adultos mientras vuelve a la cocina.
-¡Que no, mamá! ¡Qué fui hace dos años!
-La mía fue a Norwich. ¿Tú, dónde estuviste?
-¡En Norwich también!
Según salían las respuestas la excitación de Miryam y las expectaciones de mi cerebro se aceleraban y se podía ver en las manos, ojos, movimiento de los cuerpos.
- ¿Cómo dijiste que se llama tu hija?
-Leyre.
-¡Leyre Martínez! –proclama sorprendida, sin preguntar.
-Sí, ¿os conocéis?
-¡Leyre Martínez! ¡Qué fuerte, qué fuerte! –no cesa de repetir en su argot juvenil- ¡Pero si fue una de mis mejores amigas en aquel viaje! ¡Pero si hace un mes, el 24 de Junio de este año, fui a Bilbao con más gente de Burgos a la sanjuanada en la playa. Claro, yo te vi en algún momento aquel día. Además, yo era una de las que tenía que ir a dormir a casa de Leyre, que al final no fui.
-¡Ah! –protesté- Entonces, ¿tú fuiste la que me hiciste bajar el colchón del desván y que luego no usaste?
-O sea –exaltada, con los ojos a cuadros, revisaba-, resulta que, por una parte, tú fuiste el mejor amigo de mi padre hace cuarenta y tantos años y por otra las hijas nos encontramos sin saberlo en Norwich  y nos hacemos amigas… ¡Qué fuerte!
Las voces habían subido de volumen. La excitación y emoción de todos era indescriptible porque ninguno era capaz de ser un mero observador. Todos, todos, de alguna forma, resultaban ser protagonistas de lo inefable.
Por salir de aquel círculo cerrado añadí:
-Pero Leyre se escribe con “y”, como en Navarra.
-Pues Miryam –tomó de nuevo la palabra la madre, que había enmudecido totalmente- lleva “y” pero en la segunda, no en la primera como generalmente se pone.
Se hizo un breve silencio, el suficiente para aclarar las próximas preguntas y respuestas.
-¿Y dónde has dicho que está ahora? –curioseó Miryam.
-En Tarragona.
-¡Con María!
-Sí –añadí en un tono escéptico y no dispuesto a que aquello fuese a más-; pero hay muchas Marías en la vida.
-¡María Molinos! –exclamó con las manos en la cabeza, los ojos desorbitados de alegría, medio gritando como una adolescente.
-¡Cielos! ¿Pero es que acaso eres mi tercera hija perdida y anunciada por la gitana que me leyó la mano hace ahora casi veinte años?
¿Qué más se podía decir después de estos sucesos?
Nuria apostaba por la casualidad y por la suerte –el caos reinventado cada día-, yo por el poder psicotrónico –la penúltima teoría yanki plagiada de oriente-, por el círculo de fuego –aquí no había lugar para meter el masaje metamórfico- y por el todo relacionado.
Ese día no vi a Santos Varona; pero nadie a nuestro alrededor dejó de conocer esta pequeña y singular historia del tiempo simultáneo.

jueves, 23 de septiembre de 2010

7.- Lee




LEE

No me cabe la menor duda de que existen manuales con todo tipo de respuestas a la pregunta “¿Y usted, por qué hace el Camino?” y que enumerarlas aquí sería vano y superfluo, así como buscar una nueva aguja en el pajar de lo raro o de lo extravagante. Sin embargo, al establecerse una nueva relación, es la primera pregunta que surge en la mente.

Eso no quiere decir que todos los que se encuentran y deciden entablar una relación, por mínima que sea, hayan de hacerse tal pregunta. Todo lo contrario. En la mayor parte de los casos esa pregunta se omite. Más tarde, según las respuestas, aclaradas por los gestos, tono de voz, empatía, atracción o interés, el receptor –los receptores- va abriendo ese abanico de respuestas no verbalizadas.

Tres kilómetros desde el centro de Logroño, tal vez cuatro. En un banco, sobre las siete y media de la mañana, dos sombreros delatan la procedencia asiática de sus dueños.

-Pronto han pinchado –alguien comenta sin buscar profundas razones.

Eran mis primeros coreanos de aquel día. Saludamos con la mano. Creí distinguir una leve sonrisa en uno de ellos y ojos de pájaro que no se fía en el otro.

-Padre e hijo -sugirió mi compañero-. No está mal.

No los volvimos a ver.

Al día siguiente, la salida desde Nájera resultó complicada. ¿Por ser de noche, porque ya falla la vista, por la mala ubicación de conchas y flechas amarillas en el centro del lugar? Como siempre, una vez descubierta la lógica del pintor, todo resultó evidente.

Comenzamos con la subida y la bajada de la rojiza montaña que protege la ciudad calentando motores con los diez grados de temperatura ambiente de aquella mañana. Caminamos entre viñedos atravesando altozanos, pistas rurales y cruces de carretera. Durante el almuerzo, subidos en unos fardos de paja lindantes con el camino, volvieron a pasar aquellos dos sombreros de corte oriental occidentalizado. Iban separados y parecía que no tenían mucho que contarse aquella mañana.

Fue en la tercera jornada, a una hora de Santo Domingo, cuando ocurrió. Primero los divisamos al contraluz de un sol veraniego, por la mañana, subiendo una colina. Luego, una vez más, cada uno siguió su ritmo. Y no fue sino al terminar el almuerzo cuando ellos dieron una señal de reconocimiento, al adelantarnos, saludando con la mano.

Avanzaban. Se detenían. Hacía el padre una, doscientas fotos. Continuaban. Cuando bajábamos la última ladera antes de llegar a la ciudad, Lee, con paso rápido y seguro se dispuso a adelantarnos.

-Morning –dije.

-Morning –contestó con una voz falta de tono y de color.

-¿De dónde eres? –pregunté en inglés, aunque se adivinaba que era coreano, la tercera o cuarta nación que más recorre el Camino de Santiago.

Siempre le había visto solo. Incluso cuando caminaba junto a su padre nunca se les veía en conversación. Pensé que las preguntas de siempre desbrozarían el camino hasta hallar algo común o interesante que contar; pero como esto no ocurría, a excepción de que de su nombre sólo entendía la palabra “Lee” (como Bruce Lee), opté por formular la pregunta prohibida:

-¿Y cómo así vienes de tan lejos a hacer el Camino de Santiago?

Lee buscó las palabras adecuadas en inglés. Como no encontraba la palabra exacta, unas veces miraba al cielo y otras a la tierra, como buscando ayuda. Volvía la cabeza y miraba hacia atrás como pidiendo al padre que le echase una mano. Se arrancó a hablar dos veces y dos veces se detuvo con sonidos incomprensibles. Sospechando que le había puesto en un compromiso opté por abandonar.

Y tal como suelo hacer en situaciones llamadas embarazosas, tras una breve disculpa, -“Oh, don´t worry about it”-cambié de tema con la misma facilidad con que un niño coge una onza de chocolate y se la mete en la boca.

Lee no hablaba un perfecto inglés, pero comunicaba bien. De cara un poco alargada, los ojos más altos que anchos y el pelo liso acabado un poco en punta daba la impresión de estar en permanente estado de admiración. Pasamos casi media hora hablando de los respectivos países. Cuando creí haber engañado sus miedos y recelos volví a la carga:

-¿Por qué dijiste que habías venido con tu padre al Camino de Santiago?

Sin trabarse lo más mínimo, contestó a la primera, a bocajarro:

-Yo no quería venir. Es mi padre el interesado; pero sólo habla coreano y necesitaba a alguien. Me ha pagado el viaje y como estoy en paro hasta diciembre en que iré con una beca a Texas a hacer un master no tenía nada mejor que hacer y acepté.

Seguimos hablando otros quince minutos. Al llegar al cartel de entrada donde se puede leer Santo Domingo nos despedimos. Lee dijo adiós a lo oriental, con las manos juntas, inclinando la cabeza ligeramente hacia adelante, agradeciendo la compañía, dejando bien claro con gestos que no con muchas palabras que había sido un pequeño placer y un honor caminar juntos. Delicadeza oriental

Perdí su rastro.

Durante las tres siguientes jornadas no supe nada de él –Villafranca Montes de Oca, San Medel-Burgos, Tardajos.

Cuando volví a verlo, en Hontanas, un oasis en el desierto de cereal mesetario, lo encontré hablando animadamente en un corro. Dudé si era él, siempre solo y circunspecto; además, los rasgos orientales nos confunden. Parecía estar en su ambiente, hablando y escuchando. Una hora más tarde –habíamos hecho allí el alto en el camino- salí de la habitación para buscarlo y saludarle.

-¡Carlos! –exclamó con efusividad.

-¿Te acuerdas aún de mí?

-Sí. 27 de diciembre…

Efectivamente dio la triple contraseña del primer encuentro. Entonces hablaba con la timidez del extranjero que aún no se siente cómodo en tierra extranjera; ahora se le notaba suelto y abierto. Su voz, entonces monótona, ahora era suave y apacible, recogía oídos y miradas. Su simpatía aunaba corazones.

Nos pusimos brevemente al día. Me fui a hacer unas compras para la cena. Cuando volví a buscarlo, las ocho y media de la tarde, para asistir juntos al espectáculo del atardecer desde lo alto de la montaña que protege el pueblo, me informaron que estaba dando un paseo en compañía de una joven alemana. A las nueve y cuarto de la noche lo encontré frente al albergue departiendo con un sudamericano. Nos hicimos la foto, ya sin miedo, intercambiamos e-mails, nos dimos calurosamente las manos, luego un abrazo y nos dijimos adiós. Resultaría una despedida precipitada, pues, poco después, por otro motivo, le vi hablando con otra moza del lugar. Nueva y errónea despedida –como toda despedida en sí-, pues al día siguiente. nuestro último día del Camino, volveríamos a hacerlo hasta tres veces más.

Algo había cambiado en Lee desde que lo encontré, sentado en un banco, como agotado, a las 7:30 de la mañana, a las afueras de Logroño. Aquel joven que hacía poco había acabado sus estudios en la Universidad, de apariencia tímida, callada, extranjero en tierra extranjera, sin grandes motivos para hacer aquel larguísimo viaje, limitado a su soledad y a la soledad casi absoluta del padre, ahora aparecía seguro de sí mismo, con una sonrisa ilimitada, proclive a todo encuentro.

Y es que el Camino, incluso en la desértica meseta interminable de sol y rastrojos de verano, incluso para aquel que lo hace sin saber por qué, tiene algo que… engancha.

Lee.

lunes, 20 de septiembre de 2010

6.- Voluntarios



Voluntarios

Muchos, a menudo ocultos y desconocidos, son los que protegen el Camino con su voluntariado. Anónimos, invisibles, aparecen y desaparecen en sus múltiples funciones. Mayoritariamente son mujeres. Hay quienes sencillamente hacen un relevo al día o a la semana para atender el albergue municipal o parroquial; hay quienes, más humildemente, barren, friegan o ponen en orden camas y literas; los hay que preparan el menú del peregrino, quienes abren las iglesias, quienes actúan como improvisados cicerones en ellas o quienes a falta de oratoria y grandes retablos cantan las alabanzas al santo o a la virgen del lugar invitando a continuación a una oración.

La primera vez que los ves, amables, serviciales, concediendo su tiempo a los demás sin beneficio pecuniario alguno, te sorprenden; luego, te inquietan y te cuestionan algunos aspectos de nuestra ajetreada y egoísta vida occidental; no mucho después comienzas a admirarles y a sentir la necesidad de compartir un tiempo con ellos.

Es entonces cuando se sienten recompensadas –perdonad este brusco cambio al femenino, pero una gran mayoría son mujeres- y cuando tu curiosidad o tu discusión por un detalle se vuelve emotiva, inquietante y enriquecedora. El trato natural se transforma en cercanía y roza la intimidad. Si te dejas llevar por cada una de sus personalidades un montón de pequeños regalos surgen, sin buscarlos, en el Camino.

Tomemos a Elisa por ejemplo.

Villatuerta, Navarra, a 4 kms. de la muy noble y leal ciudad de Estella.

Si encontrases la puerta de la iglesia dedicada a San Veremundo cerrada sólo tienes que preguntar a cualquier vecino por la guardiana de las llaves. Elisa, que ha recalado en Villatuerta en su paso por esta vida y que ha sido bendecida con el don de la generosidad, dejará de hacer lo que está haciendo y se presentará de inmediato con su pequeño manojo de llaves a abrirte la puerta de la iglesia. Una vez dentro, te concederá unos minutos –no muchos- para que disfrutes, si es verano, de la frescura, soledad y oscuridad del recinto sagrado hasta que, poco a poco, primero los grises y después toda una viva gama de colores invadan tu visón de las cosas. Entonces y sólo entonces se te acercará por la espalda con su pequeña libreta, escrita en la primera parte, en blanco la segunda, y siguiendo los apuntes con un bolígrafo como puntero comenzará a darte unos primeros trazos de orden cultural de lo que estás observando. Si te muestras receptivo, ella agradecerá tu interés con su amena conversación.

-¿Y quién dice usted que talló el altar? –pregunta Julio, que gusta usar el usted con personas de edad.

-Espera un momento que lo miro. Fue… -y busca afanosamente entre las cuadrículas de la libreta.

-Para mí, que es el mismo escultor que talló el altar de la iglesia de mi pueblo –sentencia Julio sin dejar el más breve resquicio a la discusión.

-¿Sabes cómo se llama? -pregunta ella por si el nombre le sonara familiar y de paso salir de aquel atolladero de tonos rotundos impositivos que no está dispuesta a aceptar.

-No, pero el estilo es idéntico. Es más: este altar es copia del de mi pueblo –continúa, ufano, defendiendo su posición.

Aquí Elisa acepta el reto de la discusión creyéndose ganadora y olvida seguir buscando.

-¿De cuándo data el altar que dices?

-Que me es igual –apostilla Julio sin dar el brazo a torcer aún sabiendo que sólo está jugando por el prurito de discutir tozudamente-. Ya le digo yo que el de mi pueblo fue primero y que este es una copia.

Es divertido escuchar este tipo de conversaciones sin tomar partido. Allí se esgrimen dichos y citas que nadie corrobora, refranes que lo mismo atacan que defienden, nombres de curas y tradiciones festivas que nada testifican, detalles ornamentales, exvotos y otras ganaderías. Todo vale.

-¡Aquí está! –toma aire- Yo no digo –insiste ella sonriente por el hallazgo y más por no ceder que por tener o no tener razón- que el de tu pueblo sea o no sea, pero San Veremundo sólo hay uno.

Los asistentes a la lidia pueden salir al claustro, sencillo, encantador, con todos los detalles que se espera de un pequeño claustrillo, o disfrutar de esta lucha de cuernos de carnero. Pero, siempre, siempre, el final es amable, cariñoso, prometedor.

-Ya pasaré otro día y se convencerá –acaba sentenciando Julio No crea que me doy por vencido.

Y allí queda alguien, con su manojo de llaves, como un soplo de atardecer, como un vaso de agua fresca en el Camino.

María, por el contrario, es una mujer hiper-mega-religiosa; es decir, una humilde creyente de las de antes, viuda y alma mater del cuidado de la iglesia rupestre de Tosantos, en la provincia de Burgos. Al hablar infunde ese fervor que recuerda aquellas viejas Vidas de Santos de los comics –entonces tebeos- de los años 60. Católica, apostólica, romana y, sin duda alguna, celestial. Invita al rezo mariano, a los cristianos timoratos que se acercan a la ermita y sabe aguantar con estoicismo las burlas de algún –creyente o ateo, es igual- irrespetuoso.

-Cada uno -afirma- sabe por qué hace el Camino. Yo estoy para cumplir con mi menester: abrir, explicar, rezar y cerrar esta puerta. No soy nadie para juzgar a nadie. Si suben aquí, por algo será. Yo no tengo por qué saberlo. Sólo ellos y Dios lo saben, Creo que el Camino es bueno y que lo que yo hago también es bueno. Lo demás no es de mi incumbencia. Buen Camino, señores.

Pero voluntarios del Camino no son sólo estas personas que de forma tan directa dan lo que, aparentemente poco, pueden. También existen otros voluntarios involuntarios y que son requeridos en circunstancias especiales y anómalas, a quienes se les pide ayuda y quienes, sin conocerte, se involucran en tu destino y camino dándote la mano.

Ahí están, por ejemplo, Rufino, Mariano, Pachi y cien mil más por quienes, como los voluntarios, nadie pagará 7 millones de euros como rescate alguno por su trabajo generoso en países exóticos pero cuyo valor supera cualquier cifra que quieran poner los políticos, los directores de clubs de fútbol o los poderosos.

Ellos no provocan grandes aventuras; aunque, sin duda alguna, son la aventura que espera a los peregrinos que se cruzan en su camino.

viernes, 17 de septiembre de 2010

5.- Two German Girls - Tosantos



Two German Girls

Como muchos –supongo, y me repito- no tenía ni idea de lo que se podía esperar del Camino. En realidad no esperaba nada especial. El hecho de hacerlo protegido por una amplia compañía a la que me sentía unido, y parcialmente atado, restaba toda posibilidad de aventura o encuentros misteriosos. Y tampoco esperaba nada especial a pesar de que las numerosas frases de doble sentido, palabras inasibles, expresiones cubiertas de niebla sobre el Camino dejaban una promesa de emociones inesperadas, encuentros inexcusables, descanso anímico de hombre de ciudad.

Después de haber sido materialmente asaltado por el azar los primeros días con el refrescante encuentro con Cho Hyean Me o Laura, Pura Vida -el desconocido que tiene algo que mostrarte- caminar las siguientes etapas ricas de iglesias y viñedos riojanos, ya crecidos y con abundante uva, promesa de banquetes y fiestas, comenzar las tierras burgalesas, aún en lontananza, con promesas de pan, todo amarillo, todo con rastrojos delatores, y no haber ocurrido incidencia alguna digna de mención, excepto las provocadas por los cuatro caminantes entre ellos mismos, por una parte me dejaba claro que el Camino no era un Show Televisivo donde a cada hora del día hay un escándalo, un partido de fútbol, una mala película… ni tampoco un espacio de constante, obligada y neurótica diversión al son de los tiempos.

En Villambistia no pudimos ver el interior de la iglesia; no por ser hora temprana, sino por encontrar, sorprendentemente, a la coral del pueblo ensayando. En los dos siguientes pueblos ni siquiera descubrimos a un lugareño. En Tosantos, la iglesia rupestre seguía quedando alejada del Camino.

Siempre que pasaba por este pequeño y desconocido pueblito, igual que en Redecilla del Camino la Pila Bautismal del siglo XII, me decía “otro día será, pasaré con más tiempo.” Han pasado más de 35 años con este número más que triplicado las veces que he transitado por estos parajes y una vez más he pasado de largo .

Cuando al final del trayecto cogimos el autocar que nos llevaría desde Villafranca Montes de Oca a Grañón para recuperar nuestro coche escoba, después de ver la exquisita iglesia de San Juan Bautista, una de las miles de pequeñas joyas desconocidas de nuestro país, sorpresa inesperada de quien abandona la cómoda carretera nacional y recala en el pueblo, decidimos detenernos allí donde siempre nos habíamos excusado por la premura de tiempo,

La mujer del primer bar junto a la carretera nos animó a subir a la ermita, horadada en mitad de la montaña.

-Probablemente esté allí María enseñándola. Subió hace media hora con unos peregrinos.

Atravesamos medio pueblo –francamente pequeño-, ahora recuperado por aquellos que un día emigraron a Bilbao, a Barcelona, tal vez a Madrid, casi abandonado y ruinoso en los años 80-90, cruzamos el riachuelo y la chopera, escuchamos aves y hojas nacidas para ser mecidas por el leve viento de la tarde y subimos el empinado camino de la derecha, de tierras calizas, hacia la ermita.

Estaba abierta la puerta enrejada de afuera y muy entornada la de entrada, de madera.

Entramos respetando el silencio reverencial que dominaba la pequeña ermita.

-Al final de la explicación –repetía María- una chicas cantarán a la virgen.

Y me imaginé cantando, si no el Salve Regina al menos alguna antiquísima canción mariana. Cuando María acabó la explicación, dos chicas, de unos 17 años de apariencia pero probablemente entre 19 y 21 fueron a la parte de atrás, al improvisado coro, y proyectando la voz desde el fondo entonaron Bless the Lord my Soul (El Señor bendiga mi alma) Mal situado para verlas cantar, me levanté y me coloqué en un lateral.

-¡El canto de los ángeles! –escuché de mi mente.

La impecable y perfecta entrada, la primera nota, la primera palabra “bless” predijeron que aquella música, aquellas voces no eran de la tierra. Apenas habían alcanzado el primer verso –Bless the Lord my soul- hube de cerrar los ojos, abrir de par en par todos los sentidos y olvidarme de mi propio cuerpo, pues los sonidos eran tan subyugantes y poderos como para hacer vibrar el aire, la carne, los corazones, las paredes bajo la montaña, el universo abarcable.

Dudo que cuando uno alcanza en su propia mente el estado alfa después de un buen ejercicio de respiración, o cuando en plena meditación uno vive y trabaja en su paraíso personal, o en esos momentos de soledad individual absoluta, la sensación de pérdida de gravidez, de abandono del ego, de sentirse parte del todo –naturaleza o cosmos- sea más patente.

Posiblemente, cuando Juan el bautista bautizó a Jesús de Nazareth y la gente creyó ver rasgarse los cielos y escuchar a Dios o a los ángeles, no fue sino que alguien con una voz pura, reflejo de la Vida, entonó una canción adecuada al momento y al lugar.

Sobrecogidos, pues, por aquellos inefables sonidos, cada uno de los presentes se dejó llevar a sus propias inquietudes. Incluso la parejita del primer banco que no cesaba de mostrar su anticlericalismo mientras María lanzaba las alabanzas a la Virgen y al Señor cesó en sus murmullos para dejar oír un sonido superior.

No habían recitado aún la segunda estrofa y varios de los asistentes, de distintas nacionalidades, -franceses, irlandés, españoles, italianos…- se recogían con los ojos cerrados.

Una explosión de sonidos y de sensaciones, de sangre a ritmo de corazón, un sentirse bien, invadió la atmósfera. No se necesitaba más. Dudo que los eremitas que habitaron aquel cenáculo adquirieran un estado de comunicación con Dios o con la naturaleza de las cosas superior al que aquella improvisada comunidad alcanzaba.

Repetirían el canon unas siete u ocho veces. Siempre igual y siempre distinto. Siempre perfeccionando la más mínima variación, suspensa la respiración de los oyentes. Cuando el descenso de la intensidad de la música y la ralentización de las notas avisaron que nos preparásemos para volver a la realidad, presente y vital, no artística de la vida, los pechos, necesitados de aire, comenzaron a inspirar.

Acabado el sonido de la música, aún sabiendo fehacientemente que la composición había finalizado, nadie mostró el menor asomo de querer romper el silencio. Sólo cuando María lo creyó oportuno irrumpió con un aplauso lento, rotundo, sonoro que poco a poco fue en aumento hasta hacer temblar la montaña.

Two German Girls.