sábado, 6 de noviembre de 2010
Kart-eando en Quijas
sábado, 30 de octubre de 2010
¿Hay algo mejor que los sueños?
lunes, 25 de octubre de 2010
13.- Todos los caminos llevan a Santiago
Me quedé con la extraña sensación de que podíamos haberlas ayudado de alguna forma, a pesar de las leyes de tráfico, por supuesto.
¡Seguro que el universo les estaba preparando algo, o a alguien que les ayudara a vivir intensamente su momento!
sábado, 23 de octubre de 2010
12 - Anécdotas
jueves, 7 de octubre de 2010
11.- Julio (Torres del Río) .
lunes, 4 de octubre de 2010
10.- Candelas
Candelas frenaba si le parecía bien, al margen de la magnitud del bache o del golpe para ruedas y ballestas del coche, o si no interrumpía una calada más al cigarrillo, o a lo que fuera que fuese fumando.
viernes, 1 de octubre de 2010
9.- Manuel (Castrojeriz)
lunes, 27 de septiembre de 2010
8.- Papá, ¿qué es el tiempo?
jueves, 23 de septiembre de 2010
7.- Lee
No me cabe la menor duda de que existen manuales con todo tipo de respuestas a la pregunta “¿Y usted, por qué hace el Camino?” y que enumerarlas aquí sería vano y superfluo, así como buscar una nueva aguja en el pajar de lo raro o de lo extravagante. Sin embargo, al establecerse una nueva relación, es la primera pregunta que surge en la mente.
Eso no quiere decir que todos los que se encuentran y deciden entablar una relación, por mínima que sea, hayan de hacerse tal pregunta. Todo lo contrario. En la mayor parte de los casos esa pregunta se omite. Más tarde, según las respuestas, aclaradas por los gestos, tono de voz, empatía, atracción o interés, el receptor –los receptores- va abriendo ese abanico de respuestas no verbalizadas.
Tres kilómetros desde el centro de Logroño, tal vez cuatro. En un banco, sobre las siete y media de la mañana, dos sombreros delatan la procedencia asiática de sus dueños.
-Pronto han pinchado –alguien comenta sin buscar profundas razones.
Eran mis primeros coreanos de aquel día. Saludamos con la mano. Creí distinguir una leve sonrisa en uno de ellos y ojos de pájaro que no se fía en el otro.
-Padre e hijo -sugirió mi compañero-. No está mal.
No los volvimos a ver.
Al día siguiente, la salida desde Nájera resultó complicada. ¿Por ser de noche, porque ya falla la vista, por la mala ubicación de conchas y flechas amarillas en el centro del lugar? Como siempre, una vez descubierta la lógica del pintor, todo resultó evidente.
Comenzamos con la subida y la bajada de la rojiza montaña que protege la ciudad calentando motores con los diez grados de temperatura ambiente de aquella mañana. Caminamos entre viñedos atravesando altozanos, pistas rurales y cruces de carretera. Durante el almuerzo, subidos en unos fardos de paja lindantes con el camino, volvieron a pasar aquellos dos sombreros de corte oriental occidentalizado. Iban separados y parecía que no tenían mucho que contarse aquella mañana.
Fue en la tercera jornada, a una hora de Santo Domingo, cuando ocurrió. Primero los divisamos al contraluz de un sol veraniego, por la mañana, subiendo una colina. Luego, una vez más, cada uno siguió su ritmo. Y no fue sino al terminar el almuerzo cuando ellos dieron una señal de reconocimiento, al adelantarnos, saludando con la mano.
Avanzaban. Se detenían. Hacía el padre una, doscientas fotos. Continuaban. Cuando bajábamos la última ladera antes de llegar a la ciudad, Lee, con paso rápido y seguro se dispuso a adelantarnos.
-Morning –dije.
-Morning –contestó con una voz falta de tono y de color.
-¿De dónde eres? –pregunté en inglés, aunque se adivinaba que era coreano, la tercera o cuarta nación que más recorre el Camino de Santiago.
Siempre le había visto solo. Incluso cuando caminaba junto a su padre nunca se les veía en conversación. Pensé que las preguntas de siempre desbrozarían el camino hasta hallar algo común o interesante que contar; pero como esto no ocurría, a excepción de que de su nombre sólo entendía la palabra “Lee” (como Bruce Lee), opté por formular la pregunta prohibida:
-¿Y cómo así vienes de tan lejos a hacer el Camino de Santiago?
Lee buscó las palabras adecuadas en inglés. Como no encontraba la palabra exacta, unas veces miraba al cielo y otras a la tierra, como buscando ayuda. Volvía la cabeza y miraba hacia atrás como pidiendo al padre que le echase una mano. Se arrancó a hablar dos veces y dos veces se detuvo con sonidos incomprensibles. Sospechando que le había puesto en un compromiso opté por abandonar.
Y tal como suelo hacer en situaciones llamadas embarazosas, tras una breve disculpa, -“Oh, don´t worry about it”-cambié de tema con la misma facilidad con que un niño coge una onza de chocolate y se la mete en la boca.
Lee no hablaba un perfecto inglés, pero comunicaba bien. De cara un poco alargada, los ojos más altos que anchos y el pelo liso acabado un poco en punta daba la impresión de estar en permanente estado de admiración. Pasamos casi media hora hablando de los respectivos países. Cuando creí haber engañado sus miedos y recelos volví a la carga:
-¿Por qué dijiste que habías venido con tu padre al Camino de Santiago?
Sin trabarse lo más mínimo, contestó a la primera, a bocajarro:
-Yo no quería venir. Es mi padre el interesado; pero sólo habla coreano y necesitaba a alguien. Me ha pagado el viaje y como estoy en paro hasta diciembre en que iré con una beca a Texas a hacer un master no tenía nada mejor que hacer y acepté.
Seguimos hablando otros quince minutos. Al llegar al cartel de entrada donde se puede leer Santo Domingo nos despedimos. Lee dijo adiós a lo oriental, con las manos juntas, inclinando la cabeza ligeramente hacia adelante, agradeciendo la compañía, dejando bien claro con gestos que no con muchas palabras que había sido un pequeño placer y un honor caminar juntos. Delicadeza oriental
Perdí su rastro.
Durante las tres siguientes jornadas no supe nada de él –Villafranca Montes de Oca, San Medel-Burgos, Tardajos.
Cuando volví a verlo, en Hontanas, un oasis en el desierto de cereal mesetario, lo encontré hablando animadamente en un corro. Dudé si era él, siempre solo y circunspecto; además, los rasgos orientales nos confunden. Parecía estar en su ambiente, hablando y escuchando. Una hora más tarde –habíamos hecho allí el alto en el camino- salí de la habitación para buscarlo y saludarle.
-¡Carlos! –exclamó con efusividad.
-¿Te acuerdas aún de mí?
-Sí. 27 de diciembre…
Efectivamente dio la triple contraseña del primer encuentro. Entonces hablaba con la timidez del extranjero que aún no se siente cómodo en tierra extranjera; ahora se le notaba suelto y abierto. Su voz, entonces monótona, ahora era suave y apacible, recogía oídos y miradas. Su simpatía aunaba corazones.
Nos pusimos brevemente al día. Me fui a hacer unas compras para la cena. Cuando volví a buscarlo, las ocho y media de la tarde, para asistir juntos al espectáculo del atardecer desde lo alto de la montaña que protege el pueblo, me informaron que estaba dando un paseo en compañía de una joven alemana. A las nueve y cuarto de la noche lo encontré frente al albergue departiendo con un sudamericano. Nos hicimos la foto, ya sin miedo, intercambiamos e-mails, nos dimos calurosamente las manos, luego un abrazo y nos dijimos adiós. Resultaría una despedida precipitada, pues, poco después, por otro motivo, le vi hablando con otra moza del lugar. Nueva y errónea despedida –como toda despedida en sí-, pues al día siguiente. nuestro último día del Camino, volveríamos a hacerlo hasta tres veces más.
Algo había cambiado en Lee desde que lo encontré, sentado en un banco, como agotado, a las 7:30 de la mañana, a las afueras de Logroño. Aquel joven que hacía poco había acabado sus estudios en la Universidad, de apariencia tímida, callada, extranjero en tierra extranjera, sin grandes motivos para hacer aquel larguísimo viaje, limitado a su soledad y a la soledad casi absoluta del padre, ahora aparecía seguro de sí mismo, con una sonrisa ilimitada, proclive a todo encuentro.
Y es que el Camino, incluso en la desértica meseta interminable de sol y rastrojos de verano, incluso para aquel que lo hace sin saber por qué, tiene algo que… engancha.
Lee.
lunes, 20 de septiembre de 2010
6.- Voluntarios
Muchos, a menudo ocultos y desconocidos, son los que protegen el Camino con su voluntariado. Anónimos, invisibles, aparecen y desaparecen en sus múltiples funciones. Mayoritariamente son mujeres. Hay quienes sencillamente hacen un relevo al día o a la semana para atender el albergue municipal o parroquial; hay quienes, más humildemente, barren, friegan o ponen en orden camas y literas; los hay que preparan el menú del peregrino, quienes abren las iglesias, quienes actúan como improvisados cicerones en ellas o quienes a falta de oratoria y grandes retablos cantan las alabanzas al santo o a la virgen del lugar invitando a continuación a una oración.
La primera vez que los ves, amables, serviciales, concediendo su tiempo a los demás sin beneficio pecuniario alguno, te sorprenden; luego, te inquietan y te cuestionan algunos aspectos de nuestra ajetreada y egoísta vida occidental; no mucho después comienzas a admirarles y a sentir la necesidad de compartir un tiempo con ellos.
Es entonces cuando se sienten recompensadas –perdonad este brusco cambio al femenino, pero una gran mayoría son mujeres- y cuando tu curiosidad o tu discusión por un detalle se vuelve emotiva, inquietante y enriquecedora. El trato natural se transforma en cercanía y roza la intimidad. Si te dejas llevar por cada una de sus personalidades un montón de pequeños regalos surgen, sin buscarlos, en el Camino.
Tomemos a Elisa por ejemplo.
Villatuerta, Navarra, a 4 kms. de la muy noble y leal ciudad de Estella.
Si encontrases la puerta de la iglesia dedicada a San Veremundo cerrada sólo tienes que preguntar a cualquier vecino por la guardiana de las llaves. Elisa, que ha recalado en Villatuerta en su paso por esta vida y que ha sido bendecida con el don de la generosidad, dejará de hacer lo que está haciendo y se presentará de inmediato con su pequeño manojo de llaves a abrirte la puerta de la iglesia. Una vez dentro, te concederá unos minutos –no muchos- para que disfrutes, si es verano, de la frescura, soledad y oscuridad del recinto sagrado hasta que, poco a poco, primero los grises y después toda una viva gama de colores invadan tu visón de las cosas. Entonces y sólo entonces se te acercará por la espalda con su pequeña libreta, escrita en la primera parte, en blanco la segunda, y siguiendo los apuntes con un bolígrafo como puntero comenzará a darte unos primeros trazos de orden cultural de lo que estás observando. Si te muestras receptivo, ella agradecerá tu interés con su amena conversación.
-¿Y quién dice usted que talló el altar? –pregunta Julio, que gusta usar el usted con personas de edad.
-Espera un momento que lo miro. Fue… -y busca afanosamente entre las cuadrículas de la libreta.
-Para mí, que es el mismo escultor que talló el altar de la iglesia de mi pueblo –sentencia Julio sin dejar el más breve resquicio a la discusión.
-¿Sabes cómo se llama? -pregunta ella por si el nombre le sonara familiar y de paso salir de aquel atolladero de tonos rotundos impositivos que no está dispuesta a aceptar.
-No, pero el estilo es idéntico. Es más: este altar es copia del de mi pueblo –continúa, ufano, defendiendo su posición.
Aquí Elisa acepta el reto de la discusión creyéndose ganadora y olvida seguir buscando.
-¿De cuándo data el altar que dices?
-Que me es igual –apostilla Julio sin dar el brazo a torcer aún sabiendo que sólo está jugando por el prurito de discutir tozudamente-. Ya le digo yo que el de mi pueblo fue primero y que este es una copia.
Es divertido escuchar este tipo de conversaciones sin tomar partido. Allí se esgrimen dichos y citas que nadie corrobora, refranes que lo mismo atacan que defienden, nombres de curas y tradiciones festivas que nada testifican, detalles ornamentales, exvotos y otras ganaderías. Todo vale.
-¡Aquí está! –toma aire- Yo no digo –insiste ella sonriente por el hallazgo y más por no ceder que por tener o no tener razón- que el de tu pueblo sea o no sea, pero San Veremundo sólo hay uno.
Los asistentes a la lidia pueden salir al claustro, sencillo, encantador, con todos los detalles que se espera de un pequeño claustrillo, o disfrutar de esta lucha de cuernos de carnero. Pero, siempre, siempre, el final es amable, cariñoso, prometedor.
-Ya pasaré otro día y se convencerá –acaba sentenciando Julio No crea que me doy por vencido.
Y allí queda alguien, con su manojo de llaves, como un soplo de atardecer, como un vaso de agua fresca en el Camino.
María, por el contrario, es una mujer hiper-mega-religiosa; es decir, una humilde creyente de las de antes, viuda y alma mater del cuidado de la iglesia rupestre de Tosantos, en la provincia de Burgos. Al hablar infunde ese fervor que recuerda aquellas viejas Vidas de Santos de los comics –entonces tebeos- de los años 60. Católica, apostólica, romana y, sin duda alguna, celestial. Invita al rezo mariano, a los cristianos timoratos que se acercan a la ermita y sabe aguantar con estoicismo las burlas de algún –creyente o ateo, es igual- irrespetuoso.
-Cada uno -afirma- sabe por qué hace el Camino. Yo estoy para cumplir con mi menester: abrir, explicar, rezar y cerrar esta puerta. No soy nadie para juzgar a nadie. Si suben aquí, por algo será. Yo no tengo por qué saberlo. Sólo ellos y Dios lo saben, Creo que el Camino es bueno y que lo que yo hago también es bueno. Lo demás no es de mi incumbencia. Buen Camino, señores.
Pero voluntarios del Camino no son sólo estas personas que de forma tan directa dan lo que, aparentemente poco, pueden. También existen otros voluntarios involuntarios y que son requeridos en circunstancias especiales y anómalas, a quienes se les pide ayuda y quienes, sin conocerte, se involucran en tu destino y camino dándote la mano.
Ahí están, por ejemplo, Rufino, Mariano, Pachi y cien mil más por quienes, como los voluntarios, nadie pagará 7 millones de euros como rescate alguno por su trabajo generoso en países exóticos pero cuyo valor supera cualquier cifra que quieran poner los políticos, los directores de clubs de fútbol o los poderosos.
Ellos no provocan grandes aventuras; aunque, sin duda alguna, son la aventura que espera a los peregrinos que se cruzan en su camino.