Txomin
-Cuéntame un cuento –me animó ella-. Que sea breve.
-No sé –dije tras unos breves segundos de búsqueda e inspiración-. Txomin. Txomin es un ser extraordinario. Un pastor. Uno de esos pastores que apenas quedan entre nosotros.
-No te creas. Existen, aunque no los veamos a nuestro alrededor.
-Txomin es único. Tendrá sesenta y muchos años. Siempre está con los ojos abiertos mirándolo todo. La txapela en la cabeza. No le pesa. Le acompaña en silencio. Siempre va con los pantalones más o menos sucios, atados por una cuerda deshilachada que renueva cada cierto tiempo, bien porque la pierde bien porque de puro vieja se le va rompiendo poco a poco y al final ya no da la longitud de su cintura, redonda y oronda.
Txomin tiene la mirada abierta. Apenas habla. No lo necesita. Tiene un prado, un pasado y un montón de ovejas.
-¿Cuántas, Txomin? –le pregunto.
-Un montón –responde escuetamente.
-¿Y si se te pierde alguna o te la roban? –pregunto enfatizando el “y”.
-Las conozco a todas –contesta quitando importancia a la pregunta.
Conoce a todas sus ovejas, a todos los árboles del río, de las lindes del camino y su alrededor; conoce todos los postes de su prado y de los huertos; conoce todas las cosechas y al que hurta a cielo abierto.
Txomin, media jornada del día la anda y media la siente.
Impresiona verle cuando se sienta ligeramente inclinado hacia delante, dejando en el suelo el cayado. Gusta sentarse en un tronco de árbol desbastado debajo de otro árbol, o a la sombra de su caseta, fea y vieja como él, según nuestros cánones de moda. Él, no se acomoda. Se sienta y mira. Mira. Mira con los ojos bien abiertos, con la mirada despierta. Observa todo. Observa las ovejas sesteando a la sombra a lo lejos, el paso del sol, el paso del tiempo, el cambio de los tonos del prado y del movimiento del valle, de la montaña, del cielo. Ve. Mira. Observa cómo todo amanece revitalizado, cómo el perro ejercita su adiestramiento diario, cómo un ave se posa o cruza el prado, o se clava en una estaca de las que separan dos campos. Observa a las moscas y a los abejorros. Y en el entreacto saca su tableta de chocolate. No las compra. Alguien se las regala. Alguien que le quiere y le mima. Alguien que no le pide nada a cambio. Alguien a quien él gusta de saludar. Le gusta. Y mucho.
Observa si el aire se mueve, cómo la hierba se hincha y se deshincha o juega a olas marinas verdes, olas marinas verdes, olas marinas verdes donde su mente se pierde...
Así, una hora tras otra, una mañana y una tarde, un día y otro día, un mes y otro año. Así sesenta y tantos años de años. ¡Qué no habrán visto sus ojos! ¡Qué no habrán oído sus oídos! ¡Qué no habrán sentido su corazón y sus manos!
-Del derecho estoy medio sordo –apenas se le entiende.
Para él no hay secreto del campo, del río, de las plantas, de los árboles del río y de la montaña que no conozca
-¡El milano! –dice mirando y señalando el cielo con el dedo.
Y no dice más. Y se queda mirando. Y quien le acompaña intenta ver con su mirada otro tanto. ¡Imposible! ¡Sesenta y tantos años observando al milano! Siguiéndole, vigilándole, escuchándole, saludándole. Sesenta y tantos años luchando contra el sol por no perderse ni una sola pirueta, ni un solo vuelo cuando planea las nubes o el cielo.
Lo que él no haya apreciado no lo ha apreciado nadie. Nosotros podemos apreciar la gracia de su vuelo, la fuerza de sus alas, la altura, el movimiento cinético, la velocidad, la prestancia, la belleza que le rodea.
Txomin no. Txomin no pierde el tiempo en la cienciología del milano o en la lingüística del milano. Txomin lo mira y todo su cuerpo se revuelve y se apasiona. Se funde en él. Asciende. Se coloca a su lado. Y desde allí, libre e independiente, sin necesidad de especular, cientificar o pontificar, vuela, revuela, mira el monte, el valle, la naturaleza desde una perspectiva mucho más alta, sin palabras. Pura vivencia, puro vuelo, pura fantasía de la vida misma. No necesita sentirse humano ni la existencia de la palabra para dominar el vuelo y el espacio, la libertad de ser uno mismo en el lugar que se le concedió. Allí no oye los ruidos de aquí. Allí otea, vuela, decide, sin tener que pensar, sin obligarse al ruido mental y social.
Sesenta y tantos años siendo caballo, oveja, hierba, árbol, pájaro, milano. Sesenta y tantos años pasando el río sin preocuparse por mojarse o no los zapatos, mascando una hierba, balbuciendo como un pájaro.
-¿La puta oveja? Que se joda y que se arregle sola la pata, que yo también me las apaño.
Pero nunca pierde la mirada.
-Txomin, ¿qué es lo que más te gusta de la vida? –he preguntado.
Después de dos o tres segundo de silencio interior, sin encogerse de hombros, como en un flash, abre breve y en demasía los ojos, apuntando el mentón hacia delante, señalando cuanto abarca su mirada.
Ni una palabra. Sesenta y tantos años simplificando la vida y la existencia en una mirada. Todo, en una mirada.
Et ne nos inducas in tentationem
Hace 1 semana