miércoles, 17 de marzo de 2010

Homenaje a Pelegrino


PELEGRINO
Muy por encima de su vida azarosa de vagabundo, Pelegrino fue un hombre bueno y coherente hasta la muerte buscando hasta el último día su propia libertad.

Pelegrino. Para quien no haya oído hablar de Pelegrino, es, y será, uno de esos personajes entrañables ligados a los mitos de una gran ciudad como Bilbao, como lo fue, y es, por poner un ejemplo bien conocido , “la loca de Arrikibar”. Para muchos fue tan sólo un mendigo, un sin techo; pero él siempre defendió su condición de vagabundo por vocación y coherencia desde el día que la encontró.

Se ha ido como vino a este mundo: sin hacer ruido, en silencio, sabiéndolo tan sólo su familia y sus amigos más íntimos. Se permitió tan sólo los diez minutos de gloria a la que todo individuo tiene derecho y tras ellos volvió a su monótono, personal y anónimo placer: vivir y ver pasar la vida desde la calle.

Algunos le recordarán por su perro, su guitarra o por sus anécdotas picantes, otros por su imagen bohemia de “hombre de la calle”. Sin embargo, si existe algo que realmente le caracteriza es que supo vivir lo mejor y lo peor del ser humano, supo conjugar la coherencia personal con el extraño y apasionante camino que le marcó la vida.

Tendrá defensores y detractores, quienes le desprecien por no pertenecer a ninguna de las élites que otorgan medallas y quienes admiren su soledad. Sea como fuere, estudió en vivo y en directo para ser “catedrático de la vida” en dicha universidad, título que, según sus propias palabras, “sólo se concede al final si uno es buen alumno”.

¿Cómo nace Pelegrino? Como muchos saben, Pelegrino encuentra su vocación en la misma tragedia de la vida, esa que hizo famosos a Edipo o a María Estuardo reina de Escocia, por citar algo. Cercano a los cuarenta, es llamado a hacer un balance de lo vivido hasta ese momento. Entra en crisis y se entrega compulsivamente a la bebida para solucionar su mal de amores y su vacío existencial. De minero pasa a ser mendigo. De contribuidor a la seguridad social a marginado. Un año después muere en sus brazos quien le enseñó a mendigar y deseando solucionar su problema con la vida -estamos en los años 80- hace una promesa que cumplirá: Peregrinar descalzo de Roma a Santiago de Compostela. Nace Pelegrino.

Muchas son las aventuras que este sin par vagabundo ha vivido; pero hoy no es día para detenernos en ellas. Hoy es día para hacer un pequeño homenaje, el homenaje a los que no nacieron reyes, ni grandes políticos, ni ricos ni famosos, al hombre de la calle, al hombre común y vulgar, bajo cuyo sucio ropaje, apariencia despreciable, truncadas ilusiones y difícil vivir, se esconde un drama, una auténtica historia humana.

Y ahí está Pelegrino quien, después de incontables vicisitudes y anécdotas sin fin, terminó siendo maestro. Y no porque siendo un sin techo en varias ocasiones fuese invitado por la universidad -UPV y Deusto- a disertar libre y apasionadamente sobre la vida. Tampoco porque ocasionalmente hablara en las aulas de algún instituto del Gran Bilbao sobre el alcohol y la naturaleza humana, lo que le hizo ser adorado por los adolescentes. Terminó siendo maestro de la vida.

De ella había aprendido las cosas más sencillas y las más complicadas, aprendió a no evitar el sufrimiento o el dolor (algo prohibido en nuestra sociedad moderna) y a aprovechar el inmenso placer de sentirse vivo cada día. Conoció la relativa abundancia y la escasez extrema, sin quejarse de ninguna de las dos. Vivió media vida entre la gente “normal” y otra media entre los marginados de la ciudad. Y la vida, esa gran fuente creativa que algunos quieren apropiarse como mérito propio, le premió con constantes dosis de gracia e imaginación.
Hubo de combinar realidad e imaginación para no caer en la desesperación de la dura existencia de los sin techo, para no caer en el pesimismo del ser humano que ha visto demasiado, que sabe que ni el pasado fue mejor ni se esperan mejores tiempos para la humanidad. En sus conversaciones siempre ponía una amena anécdota personalmente literaturizada que le hacía a uno decir “¿de qué me quejo?”. Incluso acuñó imágenes que al volver a escucharlas hoy día nos llevan a él. Tal vez, la más famosa sea aquella de “Vivo en un hotel de mil estrellas”, para aludir a su condición de “sin techo”, condición que él vivió desde la coherencia: “Vivo en la calle porque quiero. En la calle soy feliz. Dos días para gozar y cinco para sufrir.”

Pasó hambre, frío, desprecios y otras situaciones que tememos el común de los mortales. Pero él siguió coherente con su filosofía de todos somos iguales y la vida lo primero. Nunca temió a la muerte -“Total, de algo hay que morir.” Por eso, sus situaciones y aventuras de riesgo hablan más de la aceptación de la inevitabilidad de la vida, venga como venga, que de insensateces de un loco.
Tampoco perdió su ajustada escala de valores: “Dar es lo mejor que puedes hacer en la vida: significa que tienes y no lo necesitas.” “¿Mañana? ¿Estás seguro que estaremos vivos?” “Quien pierde su dignidad está acabado para siempre.”
Extrañas palabras de un hombre, socialmente considerado marginado, pero no tan extraño si tenemos en cuenta sus casi veinte años en la mina, incluyendo manifestaciones obreras, horas de iglesias y paternidad.

Abandonó todo -casa, trabajo y familia- para buscarse a sí mismo. Sufrió todo -desde el máximo dolor a la degeneración máxima personal- para aprender a reconocerse. Sometió todo a la crítica de la vida y al paso del tiempo. Se encontró con todo.

Desde su anonimato de mendigo censado, o de vagabundo vocacional, han sentido su muerte en este mundo desde Argentina hasta Inglaterra, desde Madrid hasta Barcelona, desde Burgos o Navarra hasta Palencia; pero sobre todo desde Portugalete a Deusto y Bilbao.

No pasó totalmente desapercibida su vida, que él quiso legar en un libro para sus nietos, a modo de herencia, para que supieran que bajo su apariencia de perdedor cumplió con la vida como el que más viviendo cuanto tuvo que vivir, haciendo bien a quien pudo y cuando pudo, buscando la razón de la existencia: “Pelegrino, o el arte de vivir y sobrevivir en la calle”. También desde Liverpool un poeta le compuso una canción, en inglés. De América le llegó su mejor guitarra y de infinidad de seres anónimos la moneda necesaria, la palabra amable, el café calentito, la comida para el perro, Estrellita o el Hippy en sus últimos tiempos.

“Si pudiera, les sacaría a todos de la calle” -decía a menudo de sus compañeros. Ellos vivían allí obligados por la vida; él porque quería.

“Soy feliz así”-repetía, aunque muchos no puedan creer que se pueda ser feliz así, sin casa, sin coche, sin consumir objetos inútiles. Anarquista sin saberlo, socialista sin carnet, renegaba de ideologías y adoctrinamientos: “Mi país es el mundo. Mi casa la calle, mi habitación un hotel de mil estrellas. Y el que quiera ser oveja, que lo sea.”

Nunca intentó convencer a nadie, por eso nunca admitió que nadie se metiese en su vida. Respetó y fue respetado. Imaginó un mundo mejor y por eso se echó a la calle, como el último hippy de su tiempo. Se fue soñando, como siempre, con una ilusión, con un deseo.

-“Mira, -comentaba desde la barandilla del balcón de su habitación en el hospital de Gorliz-, ¿hay algo más parecido al Caribe que esta hermosa playa desde este hotel de cinco estrellas? Pronto vendrá la primavera.”