Candelas
(Itero de la Vega)
¿Cuántas veces habremos defendido y leído que son los tres-cinco-diez primeros segundos los que más información dan y los que más definen la visión que hemos de conservar de la persona a la que acabamos de conocer?
La susodicha teoría podría ser válida para Myriam, para la hostelera de FuentEstrella, para Laura-Pura Vida, para Isabel, la de Villatuerta, para Ana Rosa o incluso para Alan; pero no para Candelas. Con Candelas, casi todas las teorías se desvanecen por inadecuadas y falaces.
Candelas rompe cualquier concepto de dueña o regente de albergue desde el mismo momento que da, al verte, los buenos días con su voz firme, pero bronca y carrasposa.
-Buenos días –y suenan vidrios rotos en tus oídos.
Rompe, también, esa imagen de señora de pueblo con ese acento que no lo es, de ese hablar que tú crees haber aprendido y acumulado de ocasiones anteriores, prejuicios de lo que no es.
Rompe incluso la altruista o semi altruista idea de que la persona que regenta un albergue, nada más verte, te sonreirá, te dará efusiva conversación y te obsequiará con una mirada gatuna para ganar tu atención y reconfortar psicológicamente al fatigado peregrino.
-¿Queréis cama? Aún tengo una habitación para cuatro; bueno, para cinco, pero os la dejo para los cuatro por el mismo precio.
-No, no, gracias; sólo queríamos comer algo y…
-Tenéis platos combinados y tenéis el plato del día, el menú del peregrino…
Sin respirar te nombra diez o doce platos que tú reconoces con facilidad.
-Podéis coger dos combinándolos como más os gusten, más pan, vino y café.
-Gracias. También tenemos que volver a Castrojeriz.
-En el pueblo no hay taxis –interrumpe como si le sobrara información, o como si cualquier información superflua le molestase-; así que, si queréis, os llamo uno de Frómista, el pueblo siguiente, a unos doce kms. de aquí.
-No, deje; ya buscaremos otra fórmula.
-Podéis hacer dedo en la otra carretera; esta os desviaría mucho. Deberíais volver al puente, en el límite de Palencia con Burgos. Pero, es muy difícil; y según vaya avanzando el mediodía, más. La gente ya está volviendo para comer y por aquella carretera no hay nada que hacer…
-Pero, Castrojeriz es un pueblo importante, ¿no?
Hace el típico silencio elocuente para que quien ha lanzado la pregunta se responda a sí mismo.
-Esto es Itero de la Vega. Tenemos ayuntamiento, varios albergues, primeros auxilios, bancos y un par de tiendas. A Castrojeriz lo hemos visto y lo veremos morir.
Nos trajo cerveza fresca con limón para saciar la sed y quitarla sensación de calor metido en el cuerpo. En menos de siete minutos trajo los cuatro platos combinados, sencillos, sabrosos y naturales. Mientras comíamos y nos refrescábamos a la sombra de aquella casa de piedra discutimos la doble posibilidad de volver a Castrojeriz a buscar el coche.
-A ver –interrumpió nuestros pensamientos y decisiones, ya durante el café-, ya os llevo yo. Un taxi os llevaría unos 30 euros por venir hasta aquí para recogeros , más la tarifa a Castrojeriz.
Y nos dejó con la palabra en la boca.
Aquella mujer de apariencia hosca, que no se andaba con remilgos, de mirada directa y decisiones fulminantes, salió casi sin esperar respuesta y volvió a aparecer con su coche cinco minutos después.
-Perdonad que haya tardado tanto, pero me he encontrado con el loco de mi hermano, que está más pirado que yo. Hoy tenía ganas de hablar y me ha costado desembarazarme de él.
Arrancó casi derrapando, no terminó de frenar en el stop al salir a la carretera general al final del pueblo, se retiró de la línea blanca divisoria de la carretera a tiempo y antes de que le pitara un coche que venía en sentido contrario y se entretuvo en mirar el paisaje, como uno más de los viajeros, mientras nos explicaba la geografía y toponimia del lugar. También conducía sin llegar a invadir la cuneta.
Después de recorrer casi cinco kilómetros asegurándose el primer puesto, y por tanto la pole en la carrera, al llegar al cruce que nos llevaría directos a Castrojeriz, encontramos la carretera totalmente cortada por obras.
-¿Qué no se puede pasar por aquí? –preguntó al ingeniero que sostenía la señal azul con una flecha.
-Yo soy un mandao.
-¿Ni puedo coger la carretera más tarde?
-Hoy no toca.
-¡Esto sólo ocurre en Castilla-León! Arreglan una carretera cada cien años y mientras lo hacen te tienes que quedar en casa sin salir porque no habilitan ningún carril de paso… Bueno, que ya no sé lo que me ha dicho. Es igual, conozco un atajo.
Y dando media vuelta en plena carretera, con lentitud pero sin pararse y sin dejarse ganar por el coche que, volando, cada vez se nos acercaba con mayor rapidez, allá regresamos, en busca del atajo perdido, otra vez hacia Itero de la Vega, los cuatro-cinco kilómetros avanzados. A 500 metros del pueblo, dando un volantazo a lo fórmula-1 entramos por una carreterucha sin marcar la mediana, con frecuentes subidas ciegas, ella recta y más bien escorada hacia la izquierda del camino, carretera que sin avisar te regalaba baches, socavones, desasfaltados.
Candelas frenaba si le parecía bien, al margen de la magnitud del bache o del golpe para ruedas y ballestas del coche, o si no interrumpía una calada más al cigarrillo, o a lo que fuera que fuese fumando.
Candelas frenaba si le parecía bien, al margen de la magnitud del bache o del golpe para ruedas y ballestas del coche, o si no interrumpía una calada más al cigarrillo, o a lo que fuera que fuese fumando.
-Si que está un poco peor –resonaba su satánica voz entre humos-; pero yo creo que por lo menos ahorramos un kilómetro.
Nosotros contábamos que los 16 kilómetros se habían convertido en más de 30 e intentábamos comprender dónde estaba la alegría, y la ciencia, en el hecho de ahorrar un kilómetro.
-¿Y se puede vivir del albergue?
Alguien de atrás hizo la pregunta, pues cuando contestaba al de atrás sólo miraba volviendo la cabeza; pero si callaba miraba a los cuatro puntos cardinales entre la cortina de humo de dentro del coche, que no era precisamente niebla de la mañana.
-Aquí, en Itero, vivimos sólo seis de esto. Yo partí de aquí a Barcelona y me tocó trabajar como una burra para comer y poder alquilar un piso miserable. Así que después de pasar varios años para no tener nada, como aquello no me iba –y mejor no hablar de política- volví al pueblo. Gano poco y todo lo que gano me sobra. Si no fuera por este jodido tabaco ya sería millonaria. Él es el que me ha dejado esta voz cavernosa que asusta a los niños.
Según hablaba me entretuve en observar sus facciones, normalmente duras pero suavizadas durante la conversación; su mirada, cortante pero relajada al contar…
-Esto no da mucho, ya veis los precios; pero si no te creas necesidades, nada, que se puede vivir. Sí, se puede vivir –repetía recordando sus muy pocas necesidades en su vida de pueblo. Además, como pasa tanta gente y tanto extranjero, siempre hay alguien que te cuenta una buena historia. Siempre hay algo que aprender. Ahora no lo cambiaría por nada del mundo. El albergue es de mi hermano; pero como está loco y es un desastre, lo llevo yo y el se ocupa del campo y los animales. Y la otra mujer que ahora lo está cuidando por si viene alguien –y recordamos a su doble, sentada en recepción, entre un vaho de humos tóxicos…- No se puede dejar esto sólo al mediodía, cuando llega la gente.
Atravesamos el pueblo entero para dejarnos a un metro del objetivo: el coche escoba. Metí la mano en el bolso para sacar la cartera y pagar, al menos, lo pertinente por ese doble e imprevisto trayecto, tanto en kilómetros como en tiempo. Con el rabillo del ojo adivinó mi movimiento y con más fiereza que firmeza me agarró de la muñeca y mirándome a los ojos me dio una orden carrasposa:
-¡Ni se te ocurra!
Una vez más resonó la voz profunda de Dios después de una noche de fiesta, desde su nube, con amplificadores de concierto de rock.
-¡Uy, perdona! –se excusó, y sonó más a placer que a excusa- ¡Si te estoy metiendo mano en vez de meterte la cartera en el bolsillo! ¡Casi te agarro los…!
Su pretendida voz dulce y femenina nos obligó a reír.
-No importa –correspondí, como todo un príncipe-. Todos los días no me devuelven así la cartera así. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Candelas.
Y al pronunciarlo imaginé una vela que se atragantaba vertiginosamente al pronunciar ella misma su propio nombre.
Se fue como cuando nos cogió en el coche, rascando las marchas, girando en la ancha calle en tan sólo cuatro-cinco movimientos, tocando la bocina como una bruja de película y sin que se notase cambio alguno en su rostro o en su gesto, segura de haber cumplido su misión.
-Son buena gente –había comentado la chica del puesto de información y turismo a la entrada del pueblo-, aunque un poco especiales…
Candelas.
Albergue.
Itero de la Vega.
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