viernes, 1 de octubre de 2010

9.- Manuel (Castrojeriz)


MANUEL

Manuel  es un chaval de 74 años que se empeña en no abandonar sus 23, ó sus 27.    En la época veraniega, ya sean las siete, las ocho o las nueve de la mañana, el peregrino que por accidente pase junto a su corral, o junto a la puerta de su casa, lo verá salir como por motivos de trabajo con una azada al hombro, una vara o cualquier útil para un amanuense del campo, coronado por su vieja boina, polvorienta y negra, revestido de un mono azul abierto desde la cintura y enseñando su camisa interior de punto blanco que recuerda épocas, si no siglos  pasados. Saluda como quien no quiere la cosa, escruta miradas con una paja en la boca y se ofrece:
-¿Buscan ustedes algo?
Aquí, el forastero, normalmente el peregrino y dado el punto de encuentro, optará por una respuesta  oral “No, gracias”, o mental “¿Qué me puedes enseñar que no tenga en mis supermapas o en las marcas del camino?”; o por un “Sí, gracias” preguntando por la clave para reencontrar la perdida flecha amarilla del camino; o si no existiera ninguna de estas razones:
-¿Hay por aquí cerca un bar abierto?
Quien formula la más mínima pregunta o curiosidad, cae en la trampa. Manuel es un experto trampero de urbanitas, jacobeos y otras aves menores.
-Si ustedes buscan un bar que les guste, agradable, típico de aquí, yo iría a El lagar, justo después de la iglesia, a 50 metros, de frente. La dueña les puede preparar un buen almuerzo o lo que quieran. Es de confianza. Veinte metros adelante, a derecha e izquierda, tienen otros dos que tampoco desmerecen…
Así, puede estar informándote hasta que a alguien se le ocurra que con un bar es suficiente para tomar un sencillo café con leche y  decir “¡Basta!”.
Quien no conoce Castrojeriz y desconoce que los bares están diseminados en cuatro o cinco hileras de calles de dos kilómetros de longitud, bordeando la falda del otero donde se asienta bajo la protección amenazante de su muy ruinoso castillo, conseguir una información tan detallada que ni siquiera aparece en la guía Repsol sólo puede conseguirse si te descubre este personaje, Manuel.
-Allí pueden pedir ustedes…
Y comienza a enumerar no sólo las bebidas más mediocres del país sino combinados extranjeros, platos jamás oído de campo y platos sabrosos del lugar, que si perdices o codornices según temporada, que si chuletillas, que si tocino con…
El anonadado caminante se queda a dos velas como cuando un camarero estresado te repite de memoria el menú del día frente a un edificio desbordado de funcionarios hambrientos los cinco entrantes, los cinco primeros, los cinco segundos con sus cinco postres, más pan, agua o vino y café o helado, con sus cinco variedades de la marca, en menos de 30 segundos y sólo te quedas con la primera propuesta de algunos de los casi cinco distintos apartados.
-Gracias. Para tomar un café, el primero que ha dicho, ¿El lagar, verdad?, nos vendrá bien.
-Les gustará –y al volver a tomar el turno se enganchará al que él considere el más débil del grupo, o al más charlatán, o al que sospeche que podría gustarle la chufla, o al más borracho, o a la mejor hembra según vayan las cosas, y le hará tan minuciosa descripción del lugar que cuando uno entra y ve la enorme piedra semi conoidal que debiera ser levantada por un hercúleo brazo de madera para aplastar las uvas arrojadas a aquel pozo de piedra, el lagar, para que la uva sangre su fruto, cuando descubre aquel viejo laga,r respetado en su esencia pero aprovechado incluso para mesa y asientos de moderna taberna, cuando el accidental cliente ve por sí mismo que las supuestas y gigantescas fotos con motivos castrojerizanos –pastores de blancos corderos y ovejas bajo algodonosas nubes blancas en el infinito cielo de Castilla…- no son tales sino auténticos cuadros de un conocido pintor local amigo de la dueña del bar, cuando pormenoriza los detalles –las dos marionetas indias sobre la viga vertical, las fotos de unas niñas, la cruz de Santiago, etc. etc., se da cuenta de que se siente como si en una vida anterior ya hubiera pasado por aquel lugar, y le viene la duda de si será realmente católico o un animista que abandonó lejanas tierras de reencarnación. Plantado en medio del bar mirándolo todo, se siente cómodo adivinando tiempos y objetos.
Afortunadamente, Manuel no ha hablado mucho de la dueña del bar -¿será que son de naturaleza opuesta o que el deseo se instaló en su cerebro y por eso no quiere entretenerse públicamente en ella?-, que también será una pequeña fuente de sorpresas si el viajero, o peregrino, no se conforma con lo visto y oído sino que pregunta como si nunca hubiera estado en aquel lugar, como si aquel lugar fuera un oasis totalmente desconocido y ella tuviera una historia que contar.
Si el viajero, o peregrino regresa por la misma calle, con la necesidad de comer o beber Ya satisfecha, no por casualidad volverá a toparse con él, quien les indicará dónde y cómo retomar el camino; pero, atento a la conversación inacabada de alguno de los presentes, se las ingeniará para dividir al grupo y quedarse con el elegido. Primero le hará las típicas preguntas de información personal que uno podría encontrar en cualquier manual de idiomas y tras los preámbulos que él acelerará según el nerviosismo del que se queda rezagado, irá a la yugular.
-Me gusta el pueblo y soy casi feliz en él. Sólo me falta una hembra; por eso que hay que dar una alegría a la vista cuando pasan las forasteras.
-¿Y qué tal? –pregunto.
-¡Hay cada niña y cada extranjera!
Bajo la boina negra y enharinada aparecen unos ojillos golosos. Luego, mueve la cabeza, ensancha la boca y aparece una enorme cueva más negra que la boina sin dientes.
-Yo, a mi edad, ya no pido mucho. He vivido con mi hermana toda la vida, pero hace cuatro años que murió. ¿Qué quiere que le diga? A mí me gusta la gente, la chufla y lo que venga. Mire, en mitad de la cuesta Matamoros hay un banco de una caja de ahorros que subí yo mismo, bajo un árbol, junto a mi huerto. Si se quedan esta tarde montamos una…
-No podemos –me disculpo-. Tenemos que seguir. Fíjate: nos hemos entretenido en el café más de lo deseado.
-Yo pongo el vino y las chuletillas, y luego cantamos y charlamos… sigue hablando como que no hubiera oído nada.
Como no logra detener al caminante, seguirá contando su vida, sin respirar, sin haber dado un resquicio mínimo de tiempo para que el otro pueda decir un monosílabo tal como gracias o adiós. Pero no, no;  aunque pudiera parecerlo, no resulta pesado. Su tono, su voz, sus vivaces ojos negros rodeados de canoso cabello y la negra boina dan una viveza al lenguaje que apena tener que cortarlo.
-Desde que murió me falta compañía, qué quiere que le diga. Claro que otra hermana no tengo.
-¿Y no hay alguna moza del lugar…?
-¡Quiá! Estas, o están viejas y pal arrastre o ya no quieren limpiar más calzones de viejo. Hay una que me tira mucho. No hace mucho que le dije que podíamos llegar a algo juntos.
-“A mis años prefiero mi libertad. Salir y entrar a casa sin que nadie me diga de dónde vengo, con quién he estado o no has preparado la cena”
-¡Esa sí que me gusta! – se sonríe.
Aprovecho ese momento en el que Manuel se queda prendado de la imagen de su Dulcinea para acelerar mi partida.
-Bueno, Manuel, me voy, que mis compañeros se me han adelantado y tengo que alcanzarles.
-¡No tengas prisa, chaval! Que todo el que camina, alguna vez se tiene que parar.
-A ver si nos vemos el próximo año, cuando vuelva a pasar por aquí insisto en mi despedida.
-¡Piénsatelo –me repite, y me tutea ahora,  gritando mientras me alejo- y esta tarde merendamos juntos!
Y allí le dejo, esperando a Godot, en ese gran pueblo, antes hermoso, rico, magnífico; ahora, venido a menos, con todas las lacras del abandono progresivo, con la paja en la mano limpiándose los dientes como aquellos coetáneos del Lazarillo, también castellanos.
Apenas llegué al cruce que abandona la carretera local de circunvalación para tomar el sendero que lleva a Itero del Castillo, cuando una mujer con deportivas y vestimenta de andar se cruzó en mi camino.

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