Papá, ¿qué es el tiempo?
(Tardajos)
Que el tiempo es una invención del hombre, que es flexible, que le hemos añadido adjetivos tales como real o psicológico, y que juega con nosotros, a favor o en contra, siendo una perogrullada tiene sus momentos curiosos de a-manifestación, o de no-manifestación.
Entre amigos y conocidos, hay quienes recuerdan haber recuperado viejas amistades, diez, veinte o incluso veinticinco y treinta años después de perder su pista. Mi propuesta para hoy es que cuarenta y cinco años… es nada. Ayer mismo.
Mi mejor amigo. Era mi mejor amigo entre los diez y los trece años, edad en la que apareció y desapareció de mi universo. Dormíamos en camas contiguas, estudiábamos codo con codo en las aulas comunitarias y, sobre todo, éramos inseparables, imparables e indisolubles en el deporte. Nuestra compenetración y unión en el deporte era tanto física como mental. Juntos formábamos el centauro. No necesitábamos hablar, gritar, indicar, ordenar para saber qué jugada, qué movimiento había que hacer o detener, por dónde íbamos a lanzar la pelota o por dónde nos iba a llegar, o cuál era el punto por el que el contrario nunca adivinaría nuestras intenciones.
Jugar, bromear, pegarnos física y amistosamente por amor a la lucha sana entre contrarios y entre adolescentes, el buscado cuerpo a cuerpo en la edad núbil, fue nuestra última y más reconocida seña de identidad.
Formábamos la amistad perfecta en el internado, sólo para hombres, y sin el miedo de ser erróneamente clasificados por envidias, bulos o mitos. Algo absolutamente normal.
Sin duda alguna, aquella época fue –tal como solemos mentir interesadamente- la más feliz de mi vida; es decir: fue la época donde uno no piensa si es feliz o infeliz pues la vida te da todo lo que esperas de ella.
Corrían los años 60.
Como todos sabemos, para que se dé la casualidad de un encuentro inesperado han de darse las circunstancias caóticas adecuadas (ninguna tiene nada que ver con la otra) en un lugar determinado del espacio y en un punto exacto en el tiempo.
Es cierto que todo está presente en el espacio –como una página web- y ha de ocurrir cuando tenga que ocurrir, según la teoría del universo relacionado; es decir, que aparece sólo cuando alguien hace un click o doble-click.
En la presente ocasión, habíamos quedado en que mi cuñado vendría desde Burgos a hacer de coche escoba y recogerrnos ya que autocar pasaba tarde por la localidad: Tardajos. Habíamos quedado que le telefonearíamos para indicarle la hora exacta de recogida y así no obligarle a esperarnos.
Al final del camino de ese día, las chicas habían cruzado la carretera con la sana intención de hacer la espera más agradable buscando una sombra y una bebida fresca en el bar junto a la carretera. J., mi perfecta pareja inestable y compañero de viajes, sólo de interés, como de costumbre descubrió a un lugareño, ya de cierta edad, con quien conversar.
-¿Qué tal ha venido la cosecha este año? –quiso anotarse un punto, con el tono urbano de aquel que le interesa el campo.
-Lo único que no tiene crisis este año –respondió gozoso el hombre de unos 80 años, sentado en un banco a la sombra de un árbol.
-Este –continuó J. señalándome- estudió en el internado de este pueblo hace cuarenta y cinco años. Su mejor amigo era de aquí, de Tardajos.
-Allí estoy yo ahora, aunque no como estudiante, claro-rió-. Ahora es una residencia.
El buen hombre comenzó a recordar nombres del pasado, de los años 60 y 70, muchos de ellos reconocibles para mí.
-¿Y cómo dices que se llama tu amigo?- preguntó por segunda vez.
-Santos Varona.
-Santos Varona Ordóñez -corrigió-. Ahí enfrente, en esa casa de ladrillo rojo vive aún su madre, allí sus tíos y él en ese bloque de pisos. Vamos a tomar una cerveza; pero allí –señaló lo que creíamos que era una frutería- que vale 40 céntimos menos y además leo la prensa gratis –dijo imponiendo como buen jubilado su criterio más lógico.
La mujer del bar nos precisó el piso. Sonó el telefonillo. Subí.
-Hola-saludé-. Tú debes de ser la mujer de Santos Varona. Encantado. Yo soy Carlos Martínez y hace cuarenta y cinco años era el mejor amigo de tu marido. Desde entonces no hemos vuelto a vernos.
La mujer, más baja que alta, con los ojos iluminados por la sorpresa y sonriente, respirando amabilidad, llamó:
-Nuria, Miryam, salid, que ha venido un amigo de vuestro padre.
Repetí la presentación, me repitieron que Santos llegaría en media hora y por mantener la conversación pregunté por algunos inocentes datos familiares.
-Nuria tiene 18 años y está en la universidad –hubo una mirada cómplice para no continuar con el tema-; Miryam 17.
-Casi como los míos –y me agarré a la parte más cómoda de la conversación-, El mayor, tiene 18 y Leyre 17. Al chico lo hemos dejado en casa; a la chica… bueno, mejor no os cuento porque es una parrandera y hay que llevar el GPS para localizarla. En Julio estuvo en Inglaterra y ahora anda por Tarragona.
-Miryam también ha ido a Inglaterra –aprovechó la madre buscando puntos de la conversación en común.
-Aunque vivimos en Bilbao-continué- fue con una academia de aquí, de Burgos, Academia Robinson.
-¡Qué casualidad! –exclamó Belén, la madre- Miryam también fue con la Academia Robinson el año pasado.
-Entonces –proseguí deshaciendo la magia de las casualidades- no han podido encontrarse porque Leyre fue hace dos años.
Desde la habitación de al lado, alguien interfiere en la conversación de adultos mientras vuelve a la cocina.
-¡Que no, mamá! ¡Qué fui hace dos años!
-La mía fue a Norwich. ¿Tú, dónde estuviste?
-¡En Norwich también!
Según salían las respuestas la excitación de Miryam y las expectaciones de mi cerebro se aceleraban y se podía ver en las manos, ojos, movimiento de los cuerpos.
- ¿Cómo dijiste que se llama tu hija?
-Leyre.
-¡Leyre Martínez! –proclama sorprendida, sin preguntar.
-Sí, ¿os conocéis?
-¡Leyre Martínez! ¡Qué fuerte, qué fuerte! –no cesa de repetir en su argot juvenil- ¡Pero si fue una de mis mejores amigas en aquel viaje! ¡Pero si hace un mes, el 24 de Junio de este año, fui a Bilbao con más gente de Burgos a la sanjuanada en la playa. Claro, yo te vi en algún momento aquel día. Además, yo era una de las que tenía que ir a dormir a casa de Leyre, que al final no fui.
-¡Ah! –protesté- Entonces, ¿tú fuiste la que me hiciste bajar el colchón del desván y que luego no usaste?
-O sea –exaltada, con los ojos a cuadros, revisaba-, resulta que, por una parte, tú fuiste el mejor amigo de mi padre hace cuarenta y tantos años y por otra las hijas nos encontramos sin saberlo en Norwich y nos hacemos amigas… ¡Qué fuerte!
Las voces habían subido de volumen. La excitación y emoción de todos era indescriptible porque ninguno era capaz de ser un mero observador. Todos, todos, de alguna forma, resultaban ser protagonistas de lo inefable.
Por salir de aquel círculo cerrado añadí:
-Pero Leyre se escribe con “y”, como en Navarra.
-Pues Miryam –tomó de nuevo la palabra la madre, que había enmudecido totalmente- lleva “y” pero en la segunda, no en la primera como generalmente se pone.
Se hizo un breve silencio, el suficiente para aclarar las próximas preguntas y respuestas.
-¿Y dónde has dicho que está ahora? –curioseó Miryam.
-En Tarragona.
-¡Con María!
-Sí –añadí en un tono escéptico y no dispuesto a que aquello fuese a más-; pero hay muchas Marías en la vida.
-¡María Molinos! –exclamó con las manos en la cabeza, los ojos desorbitados de alegría, medio gritando como una adolescente.
-¡Cielos! ¿Pero es que acaso eres mi tercera hija perdida y anunciada por la gitana que me leyó la mano hace ahora casi veinte años?
¿Qué más se podía decir después de estos sucesos?
Nuria apostaba por la casualidad y por la suerte –el caos reinventado cada día-, yo por el poder psicotrónico –la penúltima teoría yanki plagiada de oriente-, por el círculo de fuego –aquí no había lugar para meter el masaje metamórfico- y por el todo relacionado.
Ese día no vi a Santos Varona; pero nadie a nuestro alrededor dejó de conocer esta pequeña y singular historia del tiempo simultáneo.
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