sábado, 11 de septiembre de 2010

2.- Cho Hyean Me -Roncesvalles


2.- Cho Hyean Me




Cho Hyean Mi.
Nos habíamos sacado ya la foto de rigor. La imagen de nosotros cuatro -Marian, mi mujer, Cruz, su hermana pequeña, Julio, mi cuñado, con quien por dos veces había viajado a la India, y yo- contrastaba con los edificios de piedra, dura y oscurecida por el tiempo, símbolo de Roncesvalles: colegiata, monasterio, iglesia de Santiago… Nos habíamos detenido justo en el Km. cero de la peregrinación, cuando abandonando el asfalto, a punto de meternos por un sendero de tierra, nos detuvimos a reconocer la trayectoria de la primera etapa en un panel acristalado y enmarcado en madera. Con el dedo índice como puntero fui leyendo los distintos lugares por donde habríamos de pasar desde Roncesvalles hasta Larrasoain: Burguete, Espinal, Bizkarreta, Alto de Erro…
Comenzábamos, ahora sí, una nueva experiencia, una nueva andadura.
***
Un joven bosquecillo no sólo nos ocultaba del sol, aún muy bajo a esas horas de la mañana, sino que nos escoltaba hasta que tuviésemos la suficiente confianza en nosotros mismos como para no necesitar protección alguna y seguir solos nuestro camino.
Andaba distraído en las mil curiosidades que ofrece la naturaleza -clase de árboles, arbustos y flores silvestres, sonido de las aves, olores de la mañana, sensaciones en la piel…- cuando tropecé con el primer viandante que de alguna forma interrumpía mi soledad y dedicación absoluta al camino. La mochila resultaba un poco grande para el cuerpo, más bien menudo, de la portadora. No era una persona muy alta, ciertamente, ni mayor. Según me acercaba iba distinguiendo facciones típicamente asiáticas.
-Hi –saludó en un inglés no muy puro cuando llegué a su altura.
-Hi. Buenos días –respondí a su saludo.
Saludo y tiempo suficiente para corresponder a su sonrisa, echarle una mirada fotográfica, analizarla física y anímicamente.
Tenía una sonrisa endiabladamente bonita. Y los ojos, ligeramente ovalados y brillantes, avalaban un halo de quietud, simpatía y tranquilidad consigo misma. A pesar de que se me presentaba la ocasión para comenzar el camino haciendo amistades y de que la encontraba agradable y sensiblemente atractiva, opté por seguir mi destino. No deseaba hablar con nadie tan de mañana y sí someterme a la soledad del camino y de uno consigo mismo. Si algo había que deseaba del Camino de Santiago, del que tanto y tanto había oído hablar, era disfrutar de la soledad conmigo mismo, perderme en mis propios pasos y en el paisaje, olvidar la pesada carga de Atlas que deja la ciudad, intentar rozar el punto cero de mi esencia.
No obstante, y antes de abandonar este pensamiento, mi mente buscó en su banco de datos alguna sonrisa conocida cercana a aquella sonrisa que generosamente me había regalado. Y la encontré. Algo había en común en aquella sonrisa que me hizo recordar la de… Yuki.
Seguí adelante.
No habríamos andado 500 metros cuando mis tres compañeros aparecieron descifrando una leyenda en el primer cruce del camino . Era algo sobre el lugar, referido a unas brujas que en otro tiempo habían dominado aquellas tierras. La muchacha oriental también se detuvo uno o dos minutos después. Como las mujeres dudasen si entendía o no el contenido de la información, Marian optó por preguntarle:
-¿Entiendes lo que pone?
-Oh, no. I don’t speak Spanish. Only English. And Korean, ji ji ji.
-Me English too, very bad –se defendió Marian.
La risa de la joven coreana sacó la empatía entre mujeres. En realidad toda risa es prueba de empatía. Ella te habla de tonos y vibraciones en común o de sonidos estridentes que te separan. Te acerca anímicamente a lo inefable del otro o pone un muro de contención. Sugiere el contacto o estimula la defensa. En definitiva: la risa es uno de los primeros símbolos de atracción o de rechazo entre los humanos: vibraciones, sonidos y gestos corporales abren todo un fichero informativo de la persona en cuestión.
Rieron las tres mujeres.
Conocedor de estas situaciones fui el primero en seguir adelante. Julio, aún interesado en estudiar a la joven, me siguió; aunque, antes, me expresó su contrariedad. Nos siguieron las mujeres, las tres intentando entenderse a tres lenguas. Ahora, ya sabía que tarde o temprano aquella joven extranjera entraría a formar parte de mis recuerdos.
Apenas alcanzamos Burguete cuando requirieron mi ayuda:
-Tradúcele “cómo es que ha venido a hacer el Camino de Santiago”.
En medio del pueblo, Burguete, frente a la iglesia, tomamos las primeras fotos.
-Cho Hyean Mi. Mi name is Cho Hyean Mi.
Y al pronunciarlo imaginé las verdes colinas de Corea del Sur. Y luego visioné su casa en una pequeña ciudad cerca de Seúl, y los sonidos de los cantos de las mujeres. Y también imaginé a toda la familia viviendo juntos: abuelos, padres, hijos, hijos de los hijos.
Era estudiante y había hecho un alto en los estudios para conocer Europa. Había visitado más de 8 países y había venido de Francia para hacer el Camino de Santiago.
-¿Cómo es posible que sea tan famoso en tu país siendo mayoritariamente budistas?
-Allí tenemos muchos libros sobre el Camino. Es muy popular. Todo el mundo lo conoce…
Sin embargo, ¿qué conocía yo de su país? Eso era algo que siempre detenía mi pensamiento. La primera vez que me ocurrió algo parecido fue en Turquía. Allí encontré en cierta ocasión a un turco que hablaba un castellano perfecto, conocía más dichos que yo, que de vez en cuando presumía de “hombre refranero, hombre sin dinero” y me hablaba de las ciudades de España como si se tratase de Ankara o Istambul.
Dimos los primeros pasos de acercamiento. Suaves. Tranquilos. Volvimos a caminar en silencio, ella a veces al lado, a veces ligeramente detrás de mí. De vez en cuando me detenía por si necesitaba algún tipo de ayuda o para evitar posibles caídas, o para sacar la botella de agua de su mochila. Hablábamos. Guardábamos silencio. Comentábamos algún aspecto del paisaje. Volvíamos a callar. Media hora después, el grupo daba por sentado que ese día Cho Hyean Mi sería mi compañera de Camino.
No nos obligamos con palabras ni con los silencios, algo tan fundamental en el respeto del otro. Ni la palabra que se excede y no tiene nada que comunicar ni el silencio creó vacíos; más bien era como el suspiro que espontáneo responde a un estado interior.
-Me maravilla tu peregrinación por Europa y ahora por el Camino.
Me dedicó una sonrisa comprensiva.
-¿Qué has aprendido en tanto tiempo entre la gente que has encontrado, Hyean Mi?
Me miró a los ojos. Se me quedó mirándome a los ojos. Unos ojos comprensivos, exploradores. Sonrió. Una sonrisa abierta, generosa, sin afección alguna. Inspiró buscando oxigenar la mente antes de dar la respuesta, respuesta que yo estaba esperando con curiosidad y máxima expectación. Logró crear el silencio antes de las palabras importantes.
-¿Te importa que te lo diga mañana? Tengo que pensar en ello esta tarde.
Le sonreí.
Eso quería decir que mi mañana con Cho Hyean Mi… estaba asegurado.

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