lunes, 20 de septiembre de 2010

6.- Voluntarios



Voluntarios

Muchos, a menudo ocultos y desconocidos, son los que protegen el Camino con su voluntariado. Anónimos, invisibles, aparecen y desaparecen en sus múltiples funciones. Mayoritariamente son mujeres. Hay quienes sencillamente hacen un relevo al día o a la semana para atender el albergue municipal o parroquial; hay quienes, más humildemente, barren, friegan o ponen en orden camas y literas; los hay que preparan el menú del peregrino, quienes abren las iglesias, quienes actúan como improvisados cicerones en ellas o quienes a falta de oratoria y grandes retablos cantan las alabanzas al santo o a la virgen del lugar invitando a continuación a una oración.

La primera vez que los ves, amables, serviciales, concediendo su tiempo a los demás sin beneficio pecuniario alguno, te sorprenden; luego, te inquietan y te cuestionan algunos aspectos de nuestra ajetreada y egoísta vida occidental; no mucho después comienzas a admirarles y a sentir la necesidad de compartir un tiempo con ellos.

Es entonces cuando se sienten recompensadas –perdonad este brusco cambio al femenino, pero una gran mayoría son mujeres- y cuando tu curiosidad o tu discusión por un detalle se vuelve emotiva, inquietante y enriquecedora. El trato natural se transforma en cercanía y roza la intimidad. Si te dejas llevar por cada una de sus personalidades un montón de pequeños regalos surgen, sin buscarlos, en el Camino.

Tomemos a Elisa por ejemplo.

Villatuerta, Navarra, a 4 kms. de la muy noble y leal ciudad de Estella.

Si encontrases la puerta de la iglesia dedicada a San Veremundo cerrada sólo tienes que preguntar a cualquier vecino por la guardiana de las llaves. Elisa, que ha recalado en Villatuerta en su paso por esta vida y que ha sido bendecida con el don de la generosidad, dejará de hacer lo que está haciendo y se presentará de inmediato con su pequeño manojo de llaves a abrirte la puerta de la iglesia. Una vez dentro, te concederá unos minutos –no muchos- para que disfrutes, si es verano, de la frescura, soledad y oscuridad del recinto sagrado hasta que, poco a poco, primero los grises y después toda una viva gama de colores invadan tu visón de las cosas. Entonces y sólo entonces se te acercará por la espalda con su pequeña libreta, escrita en la primera parte, en blanco la segunda, y siguiendo los apuntes con un bolígrafo como puntero comenzará a darte unos primeros trazos de orden cultural de lo que estás observando. Si te muestras receptivo, ella agradecerá tu interés con su amena conversación.

-¿Y quién dice usted que talló el altar? –pregunta Julio, que gusta usar el usted con personas de edad.

-Espera un momento que lo miro. Fue… -y busca afanosamente entre las cuadrículas de la libreta.

-Para mí, que es el mismo escultor que talló el altar de la iglesia de mi pueblo –sentencia Julio sin dejar el más breve resquicio a la discusión.

-¿Sabes cómo se llama? -pregunta ella por si el nombre le sonara familiar y de paso salir de aquel atolladero de tonos rotundos impositivos que no está dispuesta a aceptar.

-No, pero el estilo es idéntico. Es más: este altar es copia del de mi pueblo –continúa, ufano, defendiendo su posición.

Aquí Elisa acepta el reto de la discusión creyéndose ganadora y olvida seguir buscando.

-¿De cuándo data el altar que dices?

-Que me es igual –apostilla Julio sin dar el brazo a torcer aún sabiendo que sólo está jugando por el prurito de discutir tozudamente-. Ya le digo yo que el de mi pueblo fue primero y que este es una copia.

Es divertido escuchar este tipo de conversaciones sin tomar partido. Allí se esgrimen dichos y citas que nadie corrobora, refranes que lo mismo atacan que defienden, nombres de curas y tradiciones festivas que nada testifican, detalles ornamentales, exvotos y otras ganaderías. Todo vale.

-¡Aquí está! –toma aire- Yo no digo –insiste ella sonriente por el hallazgo y más por no ceder que por tener o no tener razón- que el de tu pueblo sea o no sea, pero San Veremundo sólo hay uno.

Los asistentes a la lidia pueden salir al claustro, sencillo, encantador, con todos los detalles que se espera de un pequeño claustrillo, o disfrutar de esta lucha de cuernos de carnero. Pero, siempre, siempre, el final es amable, cariñoso, prometedor.

-Ya pasaré otro día y se convencerá –acaba sentenciando Julio No crea que me doy por vencido.

Y allí queda alguien, con su manojo de llaves, como un soplo de atardecer, como un vaso de agua fresca en el Camino.

María, por el contrario, es una mujer hiper-mega-religiosa; es decir, una humilde creyente de las de antes, viuda y alma mater del cuidado de la iglesia rupestre de Tosantos, en la provincia de Burgos. Al hablar infunde ese fervor que recuerda aquellas viejas Vidas de Santos de los comics –entonces tebeos- de los años 60. Católica, apostólica, romana y, sin duda alguna, celestial. Invita al rezo mariano, a los cristianos timoratos que se acercan a la ermita y sabe aguantar con estoicismo las burlas de algún –creyente o ateo, es igual- irrespetuoso.

-Cada uno -afirma- sabe por qué hace el Camino. Yo estoy para cumplir con mi menester: abrir, explicar, rezar y cerrar esta puerta. No soy nadie para juzgar a nadie. Si suben aquí, por algo será. Yo no tengo por qué saberlo. Sólo ellos y Dios lo saben, Creo que el Camino es bueno y que lo que yo hago también es bueno. Lo demás no es de mi incumbencia. Buen Camino, señores.

Pero voluntarios del Camino no son sólo estas personas que de forma tan directa dan lo que, aparentemente poco, pueden. También existen otros voluntarios involuntarios y que son requeridos en circunstancias especiales y anómalas, a quienes se les pide ayuda y quienes, sin conocerte, se involucran en tu destino y camino dándote la mano.

Ahí están, por ejemplo, Rufino, Mariano, Pachi y cien mil más por quienes, como los voluntarios, nadie pagará 7 millones de euros como rescate alguno por su trabajo generoso en países exóticos pero cuyo valor supera cualquier cifra que quieran poner los políticos, los directores de clubs de fútbol o los poderosos.

Ellos no provocan grandes aventuras; aunque, sin duda alguna, son la aventura que espera a los peregrinos que se cruzan en su camino.

2 comentarios:

J.J. Lunar dijo...

Sin duda es impagable el servicio del voluntariado, esas anónimas manos, palabras y miradas que nos recuerdan que lo más importante del hombre no es su posesión, sino su existencia.

Existen millones de ellos y, como gotas de agua, riegan el planeta sin el menor ánimo de protagonismo.

Son estupendas tus anécdotas, en serio, pero me temo que debo insistir: !Ni un ápice de soledad, oiga, esa razón no te va a servir!

Un abrazo,compa.

JJ

J.C. Martínez dijo...

Gracias por tu presencia y comentario, JJ. Efectivamente, el voluntariado en sus múltiples formas, como la amistad, es de un valor incalculable.
Un saludo,
JC