jueves, 23 de septiembre de 2010

7.- Lee




LEE

No me cabe la menor duda de que existen manuales con todo tipo de respuestas a la pregunta “¿Y usted, por qué hace el Camino?” y que enumerarlas aquí sería vano y superfluo, así como buscar una nueva aguja en el pajar de lo raro o de lo extravagante. Sin embargo, al establecerse una nueva relación, es la primera pregunta que surge en la mente.

Eso no quiere decir que todos los que se encuentran y deciden entablar una relación, por mínima que sea, hayan de hacerse tal pregunta. Todo lo contrario. En la mayor parte de los casos esa pregunta se omite. Más tarde, según las respuestas, aclaradas por los gestos, tono de voz, empatía, atracción o interés, el receptor –los receptores- va abriendo ese abanico de respuestas no verbalizadas.

Tres kilómetros desde el centro de Logroño, tal vez cuatro. En un banco, sobre las siete y media de la mañana, dos sombreros delatan la procedencia asiática de sus dueños.

-Pronto han pinchado –alguien comenta sin buscar profundas razones.

Eran mis primeros coreanos de aquel día. Saludamos con la mano. Creí distinguir una leve sonrisa en uno de ellos y ojos de pájaro que no se fía en el otro.

-Padre e hijo -sugirió mi compañero-. No está mal.

No los volvimos a ver.

Al día siguiente, la salida desde Nájera resultó complicada. ¿Por ser de noche, porque ya falla la vista, por la mala ubicación de conchas y flechas amarillas en el centro del lugar? Como siempre, una vez descubierta la lógica del pintor, todo resultó evidente.

Comenzamos con la subida y la bajada de la rojiza montaña que protege la ciudad calentando motores con los diez grados de temperatura ambiente de aquella mañana. Caminamos entre viñedos atravesando altozanos, pistas rurales y cruces de carretera. Durante el almuerzo, subidos en unos fardos de paja lindantes con el camino, volvieron a pasar aquellos dos sombreros de corte oriental occidentalizado. Iban separados y parecía que no tenían mucho que contarse aquella mañana.

Fue en la tercera jornada, a una hora de Santo Domingo, cuando ocurrió. Primero los divisamos al contraluz de un sol veraniego, por la mañana, subiendo una colina. Luego, una vez más, cada uno siguió su ritmo. Y no fue sino al terminar el almuerzo cuando ellos dieron una señal de reconocimiento, al adelantarnos, saludando con la mano.

Avanzaban. Se detenían. Hacía el padre una, doscientas fotos. Continuaban. Cuando bajábamos la última ladera antes de llegar a la ciudad, Lee, con paso rápido y seguro se dispuso a adelantarnos.

-Morning –dije.

-Morning –contestó con una voz falta de tono y de color.

-¿De dónde eres? –pregunté en inglés, aunque se adivinaba que era coreano, la tercera o cuarta nación que más recorre el Camino de Santiago.

Siempre le había visto solo. Incluso cuando caminaba junto a su padre nunca se les veía en conversación. Pensé que las preguntas de siempre desbrozarían el camino hasta hallar algo común o interesante que contar; pero como esto no ocurría, a excepción de que de su nombre sólo entendía la palabra “Lee” (como Bruce Lee), opté por formular la pregunta prohibida:

-¿Y cómo así vienes de tan lejos a hacer el Camino de Santiago?

Lee buscó las palabras adecuadas en inglés. Como no encontraba la palabra exacta, unas veces miraba al cielo y otras a la tierra, como buscando ayuda. Volvía la cabeza y miraba hacia atrás como pidiendo al padre que le echase una mano. Se arrancó a hablar dos veces y dos veces se detuvo con sonidos incomprensibles. Sospechando que le había puesto en un compromiso opté por abandonar.

Y tal como suelo hacer en situaciones llamadas embarazosas, tras una breve disculpa, -“Oh, don´t worry about it”-cambié de tema con la misma facilidad con que un niño coge una onza de chocolate y se la mete en la boca.

Lee no hablaba un perfecto inglés, pero comunicaba bien. De cara un poco alargada, los ojos más altos que anchos y el pelo liso acabado un poco en punta daba la impresión de estar en permanente estado de admiración. Pasamos casi media hora hablando de los respectivos países. Cuando creí haber engañado sus miedos y recelos volví a la carga:

-¿Por qué dijiste que habías venido con tu padre al Camino de Santiago?

Sin trabarse lo más mínimo, contestó a la primera, a bocajarro:

-Yo no quería venir. Es mi padre el interesado; pero sólo habla coreano y necesitaba a alguien. Me ha pagado el viaje y como estoy en paro hasta diciembre en que iré con una beca a Texas a hacer un master no tenía nada mejor que hacer y acepté.

Seguimos hablando otros quince minutos. Al llegar al cartel de entrada donde se puede leer Santo Domingo nos despedimos. Lee dijo adiós a lo oriental, con las manos juntas, inclinando la cabeza ligeramente hacia adelante, agradeciendo la compañía, dejando bien claro con gestos que no con muchas palabras que había sido un pequeño placer y un honor caminar juntos. Delicadeza oriental

Perdí su rastro.

Durante las tres siguientes jornadas no supe nada de él –Villafranca Montes de Oca, San Medel-Burgos, Tardajos.

Cuando volví a verlo, en Hontanas, un oasis en el desierto de cereal mesetario, lo encontré hablando animadamente en un corro. Dudé si era él, siempre solo y circunspecto; además, los rasgos orientales nos confunden. Parecía estar en su ambiente, hablando y escuchando. Una hora más tarde –habíamos hecho allí el alto en el camino- salí de la habitación para buscarlo y saludarle.

-¡Carlos! –exclamó con efusividad.

-¿Te acuerdas aún de mí?

-Sí. 27 de diciembre…

Efectivamente dio la triple contraseña del primer encuentro. Entonces hablaba con la timidez del extranjero que aún no se siente cómodo en tierra extranjera; ahora se le notaba suelto y abierto. Su voz, entonces monótona, ahora era suave y apacible, recogía oídos y miradas. Su simpatía aunaba corazones.

Nos pusimos brevemente al día. Me fui a hacer unas compras para la cena. Cuando volví a buscarlo, las ocho y media de la tarde, para asistir juntos al espectáculo del atardecer desde lo alto de la montaña que protege el pueblo, me informaron que estaba dando un paseo en compañía de una joven alemana. A las nueve y cuarto de la noche lo encontré frente al albergue departiendo con un sudamericano. Nos hicimos la foto, ya sin miedo, intercambiamos e-mails, nos dimos calurosamente las manos, luego un abrazo y nos dijimos adiós. Resultaría una despedida precipitada, pues, poco después, por otro motivo, le vi hablando con otra moza del lugar. Nueva y errónea despedida –como toda despedida en sí-, pues al día siguiente. nuestro último día del Camino, volveríamos a hacerlo hasta tres veces más.

Algo había cambiado en Lee desde que lo encontré, sentado en un banco, como agotado, a las 7:30 de la mañana, a las afueras de Logroño. Aquel joven que hacía poco había acabado sus estudios en la Universidad, de apariencia tímida, callada, extranjero en tierra extranjera, sin grandes motivos para hacer aquel larguísimo viaje, limitado a su soledad y a la soledad casi absoluta del padre, ahora aparecía seguro de sí mismo, con una sonrisa ilimitada, proclive a todo encuentro.

Y es que el Camino, incluso en la desértica meseta interminable de sol y rastrojos de verano, incluso para aquel que lo hace sin saber por qué, tiene algo que… engancha.

Lee.

2 comentarios:

Julio dijo...

Uno, que vivió en el camino, en una ciudad como León, encrucijada de caminos e "inventora" del mismo cuando era todavía un reino... no ha hecho más que ver pasar peregrinos. Sin preguntarles. Me bastaba con fantasear sobre su aventura.
Salud.

J.C. Martínez dijo...

Hola,Julio: Con mil historias, como tú, a veces uno se olvida de mirar el blog. Así que, a veces, uno encuentra sorpresas, como tu visita. Gracias por tu presencia.